Cuando el debate sea sólo un eco y se disipen tanto la satisfacción de los que se sintieron ganadores como la turbación de los que se palpaban los bolsillos, quedará la realidad que habita fuera de los muros del Congreso: la perspectiva de cuatro convocatorias electorales en el espacio de nueve meses.
Dentro, a salvo de una sociedad cansada, enfadada y decepcionada, y protegidos de los partidos emergentes, PP y PSOE volvieron a sentirse fuertes. Por unas horas, de nuevo se creyeron protagonistas del toma y daca al que han estado jugando durante décadas, felices de volver a ser a ellos mismos, como si fuera posible ignorar la sequía dando simplemente brazadas en el aire.
Fuera, en la calle, la cosa no va de discursos enfáticos. Ni de subasta de promesas. En el mundo real la política va de familias desahuciadas, desempleo de larga duración, sueldos miserables y pensiones impropias del respeto que merecen nuestros mayores. Con esos mimbres, a nadie puede extrañar que este año el resultado de las elecciones vaya a depender, más que nunca, de la credibilidad y no de los programas electorales.
¿Mariano Rajoy, Pedro Sánchez o Alberto Garzón han salido del Congreso convertidos en líderes creíbles, no importa lo que hayan dicho? No lo parece, tal es el peso insoportable del posibilismo practicado por ellos mismos o por sus antecesores.
La gente no va a votar promesas, que al final se parecen mortalmente unas a otras, sino a quienes sean más creíbles a la hora de defenderlas. Y en esa carrera, PP y PSOE cargan mochilas muy pesadas a sus espaldas, por más que desde la tribuna de oradores, como entre bambalinas, todo parezca posible.