De las muchas cosas que Martin Baron (Florida, 1954), el editor de The Washington Post, ha dejado dichas durante su estancia en España, la más inquietante es que la verdad haya empezado a ser una cosa secundaria.
Aunque Baron es un gran periodista y tiene una situación de privilegio desde la que observar la realidad, no tuvo inconveniente en reconocer que no tiene todas las respuestas. Y entre los problemas que admitió no saber cómo abordar, más allá de seguir practicando lo que el buen periodismo hace desde su nacimiento (contar la verdad y hacer que suponga una diferencia), destaca cómo combatir las noticias falsas que cada vez con más facilidad se acomodan en la opinión pública y que, en opinión de muchos analistas, han tenido mucho que ver con la victoria electoral de Donald Trump en Estados Unidos.
Los periodistas que se ocupan en el Post del fact checking (el contraste de las afirmaciones de los protagonistas de lo público) nunca han tenido tanto trabajo, bromeó Baron. Lo malo es que la amenaza de la mentira convertida en realidad no se va a resolver exponiendo qué es verdad y qué no lo es porque, en realidad, el problema no es la circulación de noticia falsas sino el creciente número de personas que no están dispuestas a aceptar la verdad por muchas evidencias que se les presenten. Y contra eso el periodismo no tiene nada que hacer.
Esta actitud de una parte de la sociedad, (la decisión de dar prioridad a lo que creen en vez de a lo que saben) está en el origen de todos los integrismos, los dogmas y las ideologías totalitarias que conducen a la humanidad a la catástrofe. Es el germen del fascismo y lo peor que podemos hacer es normalizarla y dejarla crecer porque corremos el riesgo de que se haga mayoritaria.
La democracia está en riesgo. Y es también tarea del periodismo dar la voz de alarma.
Visto lo visto, con todo lo que hemos aprendido estos cuatro meses acerca de las intenciones de unos y de otros, de sus prioridades y de sus tacticismos, quizá lo mejor que nos puede pasar es que volvamos a las urnas.
Votar para premiar a alguien, si encontramos a quién; pero sobre todo para castigarlos a todos. Conscientes de que, de la medida del castigo, saldrá un retrato más justo de la política española. De la forma en que modulemos la sanción depende la identidad de vencedores y vencidos porque, habiéndolo dado todo en las elecciones del 20D, el futuro en escaños de cada partido depende casi exclusivamente de su capacidad de seguir movilizando a sus votantes en un escenario cargado de reproches y muy mediatizado por los grandes grupos de comunicación.
El PP cree que tocó fondo la última vez que votamos y se frota las manos anticipando una desmovilización general de los partidarios de la oposición, a los que cree presa fácil del desánimo. Confían los de Mariano Rajoy en que las últimas revelaciones que certifican sus estrechos vínculos con la corrupción no van a merecer mayor reproche ciudadano que el que ya sufrieron en diciembre y suponen, miel sobre hojuelas, que si sus adversarios optan por la abstención les saldrán las cuentas para formar gobierno con la ayuda de Ciudadanos.
Pedro Sánchez tendrá, a su vez, que convencer a sus votantes de que siguió la estrategia correcta al elegir a Albert Rivera como pareja de baile (veremos si la demonización de los de los de Pablo Iglesias es suficiente para conseguirlo). Lo más difícil, en cambio, pasa por evitar que la alianza que firmó con el representante de la nueva derecha se convierta en un obstáculo para atraer de nuevo a los socialdemócratas que dejaron de creer en el PSOE y que el 20D votaron a Podemos como la mejor alternativa para fraguar un cambio real en España.
Al otro lado del espejo, Podemos está a expensas de las mismas variables: movilizar a los propios y atraer a los que están en la frontera, en este caso a los votantes socialistas que eventualmente no hayan entendido el matrimonio de conveniencia de Sánchez con el líder de Ciudadanos. La estrategia de Pablo Iglesias sigue siendo hoy la misma que cuando fundó su partido, sustituir al PSOE como fuerza hegemónica de la izquierda, y para hacer eso realidad le siguen faltando votos.
En Ciudadanos, por último, caben todas las hipótesis. De la volatilidad de sus apoyos da idea la caída que sufrió su expectativa de voto en el tramo final de la campaña del 20D cuando Rivera cometió el error de revelar sus intenciones en la formación del Gobierno. Volver a votar será verdaderamente útil para conocer si la gente les premia por su supuesta versatilidad a la hora de llegar a acuerdos o les castiga por ofrecerse a hacer presidente al candidato del PSOE.
Si se repiten las elecciones, el verdadero premio pasa por no recibir un castigo. Ahí nos toca decidir a todos. La ley electoral hará el resto.
El debate en el PSOE sobre si es mejor celebrar un congreso extraordinario o convocar elecciones primarias ya no importa. Es verdad que, al margen de los propios afectados, es relevante para politólogos, historiadores y nostálgicos; afecta a la segunda fuerza política española, un partido centenario al que el domingo todavía votaron tres millones y medio de personas. Cuando digo que no importa me refiero a la calle, que les da la espalda desde que sus dirigentes prefirieron atender las razones de Estado en vez del clamor de los ciudadanos. En el mundo real no encontrarán a nadie interesado en saber si los socialistas buscan líder por un sistema de voto indirecto o deciden hacerlo en una elección abierta a los simpatizantes. Es una discusión que no tiene nada que ver con lo cotidiano: el desempleo, la corrupción, la injusticia, la falta de esperanza (por cierto: tiene mucho de paradoja que quien sí ha sabido leer las demandas de los ciudadanos se llame precisamente Pablo Iglesias).
Como si de un boxeador sonado se tratase, el PSOE vuelve a la casilla de salida de noviembre de 2011 sin entender qué le está pasando. El propio Alfredo Pérez Rubalcaba renuncia pero le echa la culpa a José Luis Rodríguez Zapatero. Lo que ha ocurrido, dijo el lunes, es que los ciudadanos aún recuerdan lo mal que lo hizo el último presidente socialista. Como si él no hubiese formado parte de su Gobierno; como si él no tuviese ninguna responsabilidad en el año y medio que lleva como secretario general.
¿Responsabilidad él? No tiene culpa de nada, todo ha sido magnífico, desde la conferencia política al manejo de los tiempos. Tan convencido está de lo bien que lo ha hecho que ha decidido perpetuarse en el mando para garantizar un relevo a la antigua usanza, desde arriba, gobernado por el aparato. Para que Susana Díaz, la presidenta andaluza, se haga con el control del partido en un congreso hecho a medida de la única heredera posible. Así es la lógica sucesoria del felipismo. Y vuelta a empezar.
A la vista de los primeros análisis, ni siquiera es seguro que el PSOE haya despertado del letargo en el que vive sumido desde que aceptó aplicar las políticas de la troika. No lo hizo tras el naufragio de 2011 y nada garantiza que vaya a hacerlo ahora. Aunque haya primarias.
Pase lo que pase, el PSOE se ha quedado sin tiempo. Falta un año para las elecciones municipales y autonómicas y poco más de 18 meses para las generales. Por eso el debate interno recuerda tanto a la discusión de las liebres sobre si sus perseguidores son galgos o podencos. ¿De verdad importa?
‘El cuarto estado’ (1891-1901), de Giuseppe Pellizza da Volpedo
Sí, ya sé que no apetece, que lo que de verdad queremos es programar una excursión de fin de semana y volver sin saber siquiera quién ha ganado las elecciones europeas. Lo escucho cada vez con más frecuencia, a medida que se acerca la fecha de las elecciones: cunden el desánimo y la desafección, especialmente entre quienes más se quejan del callejón sin salida en el que se ha convertido la arquitectura institucional española. ¿Para qué votar el 25M? ¿Qué va a cambiar?
¿Quieres más recortes?
Si la respuesta es afirmativa, quédate en casa. El PP encabeza las encuestas, pero lo hace por la mínima. Eso significa que puede ganar o perder y que la participación ciudadana será la que decida. Se supone, dicen los expertos, que si la gente acude en masa a las urnas Rajoy lo tendrá más difícil. Y que si los ciudadanos prefieren quedarse en casa (o votar en blanco, que queda mejor pero tiene el mismo efecto), el PP tiene muchas más posibilidades de salir victorioso.
Pero si los electores castigan a Rajoy, el Gobierno va tener que pensarse, y mucho, hasta dónde lleva la segunda fase del programa de recortes que tiene todavía pendiente.
Claro que si gana (y ahora mismo van ganando en todas las encuestas, conviene recordarlo) nada podrá impedir que completen hasta el final el desmantelamiento del Estado de bienestar.
¿Te gustaría que el PSOE cambiase?
Si eres de los que creen que hace falta un partido fuerte de izquierdas y que el PSOE, dos años después de la derrota de 2011, no sólo sigue sin entender lo que le ha pasado sino que continúa instalado en el simbolismo progresista, ahora mismo tienes una gran oportunidad de decírselo. Si el PSOE consigue batir al PP aunque sea por la mínima (sí, ya sé que es poco probable pero puede ocurrir), Rubalcaba y los suyos verán reafirmada la estrategia en la que viven desde hace dos años y medio: cambiar un par de cosas para que todo siga igual. Y esperar a que el péndulo de la política, en el que siguen creyendo a pies juntillas, les ayude a perpetuar el turnismo bipartidista.
¿Y si pierde? ¿Qué pasa si el PSOE pierde? Bueno, no sabemos si aprenderá la lección y será capaz de encontrar el camino de la defensa de los valores de donde procede. Pero al menos habrán dejado a un lado el pasado felipista y, si son listos, lo peor del zapaterismo. Y habrá esperanza. Tal vez no para dentro de dos años, pero sí para dentro de seis, que es mucho más de lo que tenemos ahora.
¿Simpatizas con la Europa de la troika?
No, no te gusta. No lo creo (a mí tampoco). Si te gustara no habrías llegado hasta este párrafo y votarías sin dudarlo a PP y PSOE, las dos caras del sistema que nos ha conducido al desempleo, el rescate de la banca y la patrimonialización de la política.
Pero no basta con que no te gusten la Europa de Merkel, los piratas financieros y la dictadura de los mercados. Tienes (tenemos) que hacérselo saber. A todo el mundo, pero especialmente a las instituciones europeas. Puede hacerse el 25M y depende sólo de que los ciudadanos que durante los últimos años se ha movilizado en defensa de sus libertades y de sus derechos transformen la ira expresada en tantas manifestaciones en una papeleta cargada de significado.
Es verdad, reconozcámoslo, que Izquierda Unida tiene muchos defectos. Pero quizá de los tres grandes partidos sea el menos sospechoso de connivencia con quienes nos han llevado a la ruina económica y al derrumbamiento del sistema de derechos sociales. Es por eso que si el 25M IU logra un buen resultado enviará un mensaje nítido a la troika: eso es, por cierto, lo que van a hacer los griegos, hartos de tanta infamia y de tanta injusticia.
Adivinen, por el contrario, qué mensaje estaremos enviando a los mercados si IU se queda a las puertas de un gran resultado y el bipartisimo sigue reinando sin apenas daños. Casi se pueden oír las risas de los banqueros…
¿Hay vida más allá de la política tradicional?
La respuesta a esa pregunta también está en nuestras manos.
Por la derecha todo es, como siempre, más sencillo. La elección se reduce a UPyD, con ventaja parcial en eso de pescar en el río revuelto de la crisis del bipartidismo; Ciudadanos, una fómula de éxito en Cataluña que, sin embargo, está por ver si obtiene el eco que busca en el resto del Estado; y Vox, ese peculiar ensayo de resurreción de la extrema derecha cuya mera existencia no es sino un indicio más de la decandencia de nuestros sistema político.
Vox es también un buen ejemplo de ese clásico de las europeas: la multiplicación de candidaturas oportunistas que desaparecen de inmediato si fracasan en el intento de hacerse con un escaño en Estrasburgo o que lo hacen años más tarde incapaces de construir a su alrededor una estructura política duradera.
Esta vez, como siempre que los votantes tradicionales de los partidos mayoritarios planean quedarse en casa, hay varias de estas listas con posibilidades de asomar la cabeza en el recuento final. También por la izquierda. Se puede votar a Compromís-Equo, Recortes Cero o Podemos (para saber dónde situar al Partido X primero habría que despejar la incógnita).
¿Representan mejor a la izquierda que IU? ¿Serán más capaces a la hora de defender a los trabajadores, los derechos civiles y los servicios públicos? Aquí también está en nuestras manos responder sí o no.
Recuerda que no votar es tan lícito como hacerlo, pero no es inocente. Como tampoco lo es elegir una papeleta u otra, porque en esa elección nos jugamos impulsar los recortes o ponerles freno, renovar la izquierda o contribuir a petrificarla, hacer frente a la troika o aceptar sus designios, cambiar de raíz el mapa político para forzar una refundación del sistema o perpetuar el bipartidismo.
Puede que para algunos no sea gran cosa, pero a mí me parece mucho.
Cuando estalló la crisis nos vendieron un escenario inevitable: todo lo que está pasando, así como lo que hay que hacer para solucionarlo, se rige por leyes que escapan a nuestro control. El sistema ha colapsado y, nos han hecho creer, la única manera de arreglarlo es reducir el peso de lo público (no me gusta el término austeridad; oculta las verdaderas intenciones de los partidarios de la docrina del shock).
Los ciudadanos no somos inocentes; compramos ese discurso. Con resignación, pero lo compramos. Nos creímos culpables de lo que estaba pasando: que no se puede gastar lo que no se tiene, que vivimos por encima de nuestras posibilidades. Apretamos los dientes y aceptamos las explicaciones de nuestros gobernantes porque nos resultaba más fácil mirar para otro lado que enfrentar la realidad. Somos buenos haciendo eso: ya ocurrió cuando las cosas iban bien y nos negamos a ver nubarrones tan evidentes como la burbuja inmobiliaria. ¡Qué demonios!, a nadie le gusta ser un aguafiestas…
Es verdad que, desde que todo empezó, nos hemos movilizado con una intensidad nunca vista desde la transición. Salimos a la calle a protestar por el recorte de los sueldos públicos, por la banalización del despido, por la destrucción de la sanidad y de la educación (los dos pilares de la igualdad, el tejido estructural de la democracia). Pronto saldremos a defender las pensiones y lo haremos con energía aunque, seguramente, cansados ya de tanta manifestación aparentemente inútil, lo hagamos ya sin esperanza.
La protesta no ha dado pie a la violencia. Es un milagro para el que casi nadie tiene explicación. Y una ventaja, sin duda, porque a la vista de nuestra historia no parece un camino muy prometedor, especialmente si existen alternativas.
Si nada de eso funciona, ¿qué nos queda entonces?
Hay una manera de poner fin a todo esto. Una bomba atomica en poder de la gente, tal y como acertadamente la definió en el último programa de Salvados el exministro José María Maravall: el voto de los ciudadanos. Un arma definitiva para enfrentar a los políticos corruptos y a los banqueros incívicos. Una forma de ponerles fuera del sistema y hacerles ver que no son nadie sin la sociedad, que la refundación del sistema, la transformación de la democracia representativa en una democracia participativa, es tan inevitable como imprescindible.
Tenemos el arma, los votos, y se avecina además la ocasión perfecta. Dentro de un año los ciudadanos de España (y los del conjunto de la Unión Europea) podrán decir alto y claro si quieren seguir como hasta ahora, jugando con una baraja marcada, o si, por el contrario, es hora de cambiar las reglas del juego.
Hay que aprovechar esta oportunidad porque, como recordaba Ignacio Sánchez-Cuenca en un celebrado artículo publicado por infoLibre. «No deja de ser curioso que la gente dirija sus quejas a los partidos y a las instituciones españolas, cuando buena parte del problema reside más arriba, en las reglas de funcionamiento del euro y en las políticas que marcan los países del norte”. Dentro de un año toca precisamente votar en el ámbito donde está el origen de buena pare de la crisis que estamos sufriendo.
Esta vez, además, no valen excusas: la circunscripción única, en el caso de España, garantiza una representatividad política muy superior a la de unas elecciones legislativas, en las que el voto de las minorías se diluye en 52 provincias y favorece a los partidos mayoritarios. Esta vez también habrá Ley d’Hondt, es verdad, pero sus consecuencias sobre las minorías serán mucho más matizadas.
Tampoco debería funcionar la coartada del voto pendular al que durante treinta años se han acogida PP y PSOE, porque ambos partidos han demostrado ser parte del problema. Aplican las mismas soluciones, así que no cabe esperar que ninguno de ellos obtenga el beneficio de la duda. Es verdad que los conservadores interpretan sin prejuicios su papel de brazo armado del sistema y que a los socialistas a veces se les nota la mala conciencia. Pero al final, a la hora de la verdad, las consecuencias de sus acciones son tremendamente parecidas.
Por eso no extraña en absoluto que en la sociedad haya empezado a echar raíces un anhelo de transformación. Como afirmaba José Juan Toharia hace pocos días en en el blog que Metroscopia tiene en El País, “una amplia mayoría (70%) anhela la aparición de nuevos partidos o formaciones políticas, perdida ya —al parecer— la esperanza de que los actuales logren regenerarse y funcionar de forma distinta a como lo están haciendo. Por otro lado, también siete de cada diez españoles (…) creen que lo mejor que los distintos movimientos ciudadanos (como 15-M, PAH, y las mareas ciudadanas) pueden ahora hacer es constituirse en formaciones políticas y disputar los votos a los actuales partidos”.
Los movimientos sociales, así como las formaciones políticas no contaminadas por el acartonamiento del sistema (entre las que destaca muy especialmente Izquierda Unida), tienen un año para fraguar alternativas capaces de poner patas arriba el sistema. Hace falta que alguien abra las ventanas del edificio común porque el aire es irrespirable. Es una tarea histórica.
El bipartidismo tiene que entender que no va a salir de esta sin cambiar el sistema político. Y si no lo entiende por si mismo, hay que hacérselo entender en las proximas elecciones europeas. Sólo si PP y PSOE reciben un mensaje definitivo por parte de los ciudadanos entenderán que el modelo político del que han vivido durante 30 años ya no sirve. Y que es imprescindible llevar a cabo una verdadera transición democrática basada en la transparencia, el control público, la división de poderes, la participación ciudadana, el fin de los privilegios, la separación iglesia-Estado…
Las encuestas (la de El País de este domingo, sin ir más lejos) demuestran que para un 52% de los ciudadanos las próximas elecciones europeas son «muy o bastante importantes».
Salir a la calle está bien y es importante seguir haciéndolo, mostrarle al Gobierno (y a las instituciones en general) que la sociedad no se resigna. Pero después hay que votar porque esa es la única manera definitiva de echarlos del sistema. Tan sólo haced un ejercicio de imaginación, da igual lo inverosímil que os parezca: imaginad un país en el que las decisiones políticas y sociales no dependan ni del PP ni del PSOE, al menos no en exclusiva. Ahora abrid los ojos.
Tenemos los medios y tenemos la oportunidad. Aprovechémoslos. Es la hora de sentar las bases de un país nuevo.
Quienes hoy opinan con alegría colonial sobre la Venezuela de la corrupción, de la delincuencia, de la debilidad de las instituciones democráticas, de la pobreza o de cómo el chavismo ha malgastado los recursos que genera el petróleo, deberían tener la honestidad de mirar un poco más atrás. A la época en la que Venezuela estaba gobernada por un sistema bipartidista rendido a la oligarquía, la misma que ahora celebra con champán la muerte del presidente. Un modelo que no supo (o no quiso) construir una sociedad moderna a partir de la democracia más antigua de América Latina.
Carlos Andrés Pérez, del lado supuestamente socialdemócrata, y Rafael Caldera, desde la orilla conservadora, son los mejores exponentes de las dos caras de un sistema que durante años ignoró las necesidades de la sociedad venezolana. Ninguno de ellos entendió lo que estaba pasando, a pesar de las señales evidentes que bajaban de los cerros.
Entender a Hugo Chávez (sus luces y sus sombras) y, sobre todo, comprender su respaldo popular, exige examinar ese pasado (algunos en España, por cierto, deberían darse cuenta de que aquí pasa algo de lo mismo: el desgaste irreversible de un modelo político que sólo puede conducir a la ruptura).