Martin Baron, las noticias falsas y el germen del fascismo

De las muchas cosas que Martin Baron (Florida, 1954), el editor de The Washington Post, ha dejado dichas durante su estancia en España, la más inquietante es que la verdad haya empezado a ser una cosa secundaria.

Aunque Baron es un gran periodista y tiene una situación de privilegio desde la que observar la realidad, no tuvo inconveniente en reconocer que no tiene todas las respuestas. Y entre los problemas que admitió no saber cómo abordar, más allá de seguir practicando lo que el buen periodismo hace desde su nacimiento (contar la verdad y hacer que suponga una diferencia), destaca cómo combatir las noticias falsas que cada vez con más facilidad se acomodan en la opinión pública y que, en opinión de muchos analistas, han tenido mucho que ver con la victoria electoral de Donald Trump en Estados Unidos.
Los periodistas que se ocupan en el Post del fact checking (el contraste de las afirmaciones de los protagonistas de lo público) nunca han tenido tanto trabajo, bromeó Baron. Lo malo es que la amenaza de la mentira convertida en realidad no se va a resolver exponiendo qué es verdad y qué no lo es porque, en realidad, el problema no es la circulación de noticia falsas sino el creciente número de personas que no están dispuestas a aceptar la verdad por muchas evidencias que se les presenten. Y contra eso el periodismo no tiene nada que hacer.

Esta actitud de una parte de la sociedad, (la decisión de dar prioridad a lo que creen en vez de a lo que saben) está en el origen de todos los integrismos, los dogmas y las ideologías totalitarias que conducen a la humanidad a la catástrofe. Es el germen del fascismo y lo peor que podemos hacer es normalizarla y dejarla crecer porque corremos el riesgo de que se haga mayoritaria.

La democracia está en riesgo. Y es también tarea del periodismo dar la voz de alarma.

La delgada piel del periodismo

Una vieja ley de este oficio establece que los que lo practicamos no somos noticia. Habrá quien diga que eso nos hace vulnerables; a mí me parece que nos convierte en dignos intermediarios, nos recuerda que sólo tenemos sentido en tanto que facilitamos que otros puedan ejercer su derecho a estar informados. Sé que esta opinión no me hará más popular entre mis colegas; no importa. Estoy seguro de que este jueves en todas las redacciones de España se reprodujo el mismo debate, también en infoLibre. Y por supuesto lo perdí.

Hay algo de fascismo preventivo en tener que dar explicaciones antes de hablar, como si la calidad de tus argumentos dependiera de tu cuna, tu raza o tu religión. Así que no lo haré.

Quien haya visto y oído la intervención de Pablo Iglesias en el acto de presentación en la Complutense del libro En defensa del populismo, del profesor Carlos Fernández Liria, ya sabe que todo ocurrió cuando el líder de Podemos estaba explicando los dos elementos que, en su opinión, más destacan del ensayo y mejor revelan la verdadera naturaleza de su partido. Como parte de su razonamiento para explicar uno de los factores que según Fernández Liria explican el éxito de Podemos (el atractivo irracional que despierta), quiso poner como ejemplo a los periodistas y para ello aludió directamente a uno al que acusó de construir informaciones críticas con su partido no porque fuesen ciertas sino porque tenían más posibilidades de llegar a la portada de su periódico. La idea no era mala: es verdad que su formación ejerce cierta fascinación entre los profesionales que cubren habitualmente sus actividades, incluso entre aquellos que están en las antípodas de su ideología, aunque yo creo que se equivocó al personalizar en un periodista concreto (sobre eso parece haber pocas dudas: el propio Iglesias lo ha reconocido en redes sociales). Pero en última instancia el ejemplo era relevante y, a mi modo de ver, fue pronunciado con sentido del humor.

De ahí que me parezca tan desproporcionada la reacción tanto de una parte de mis compañeros como de la mayoría de sus jefes, que en seguida convirtieron lo ocurrido en una de las noticias del día en un país en el que, casi al mismo tiempo, un juez enviaba a Rita Barberá al Tribunal Supremo, la policía certificaba la muerte de Prince y la empresa editora de El Mundo decidía dejar en la calle a 224 trabajadores, entre ellos 91 compañeros del periodista aludido por el líder de Podemos.

La mayoría de los medios situaron las palabras de Iglesias entre las tres noticias más destacadas de sus webs. Y de sus periódicos de papel. Se han escrito editoriales. Insisto: el mismo día en el que 91 trabajadores de El Mundo se iban a la calle; víctimas de la crisis sí, pero también de la mala gestión de la empresa editora.

Al hilo de lo ocurrido, muchos colegas nos hemos enzarzado, en privado o en las redes sociales, en un debate sobre nuestras miserias: trabajamos para contar la verdad o buscamos las noticias que nos piden nuestros jefes. Que cada cual se haga esta pregunta y responda en la intimidad de su conciencia. Si la respuesta es la segunda, decidamos entonces si queremos ser cómplices o mártires.

Como ya dejé dicho en otro lugar, lo que no somos es inocentes. Podemos elegir: aunque la alternativa a la complicidad sea el martirio. Y aunque entiendo a quienes eligen ser cómplices, lo que no acepto es que además quieran mostrarse como héroes. Eso sí, de piel muy fina.

El periodismo es demasiado importante como para dejarlo en manos de los periódicos

Camus

Un tsunami devastador está arrasando el periodismo, al menos el periodismo que conocíamos. Es una ola de proporciones gigantescas, que nadie vio venir y que, es verdad, tiene que ver con la crisis económica y con la popularización de Internet, con unos medios que construyeron su economía de espaldas a las audiencias y encima empezaron a regalar nuestro trabajo.

Para nosotros lo más fácil es echarle la culpa a la crisis y a Internet mientras nos lamemos las heridas y nos convencemos de que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Pero la crisis e Internet no son, ni mucho menos, los únicos culpables de lo que ha pasado. Si nos molestamos en echar un vistazo un poco más allá veremos más cosas. Como asalariados, nos gusta pensar que la culpa es de las empresas, incapaces de gestionar la crisis, dispuestas a entregarse en manos de los bancos y a abrazar los intereses creados de la economía y la política, suicidas en su forma de enfocar la globalización informativa de la Red.

Nos gusta ser inocentes. Pero no lo somos. Nos gustó vivir creyéndonos a salvo. Viéndonos semejantes a quienes no éramos, convencidos de que el espejo con el que construíamos nuestros relatos también devolvía nuestra imagen. Olvidamos que el periodismo es demasiado importante como para dejarlo en manos de los periódicos. Que la información es demasiado importante como para que la gestionen los propietarios de las emisoras de televisión y los dueños de las radios. Olvidamos que el periodismo, más allá del oficio y de la técnica, más allá del ejercicio literario, es un compromiso, una alianza con los ciudadanos, un elemento central de la democracia real. Un cimiento indispensable para la construcción de sociedades libres.

Perdimos el hilo, pasamos de ser el blindaje frente a la demagogia a aliados del stablishment, prisioneros de la agenda de los poderosos. Cerramos los ojos a la perversión de nuestro trabajo. Nos convertimos en empleados y asumimos que la responsabilidad era de otros cuando en realidad era nuestra.

Asumámoslo: somos culpables de lo que nos pasa. Sólo si lo hacemos, si nos armamos de humildad, si redescubrimos nuestros orígenes, si recordamos la razón de existir del periodismo, si buscamos la luz de quienes nos precedieron en la pelea por construir sociedades justas e ilustradas, sólo entones tendremos una oportunidad.

Es hora de rebelarse contra quienes se empeñan en marcarnos la agenda. Es hora de dejar de ser gregarios y repetir todos a coro los mismos titulares. Es hora de retejer complicidades con los ciudadanos, los únicos a los que debemos fidelidad y servicio. Es hora de devolver el periodismo al corazón de la democracia, de recordar que sólo así construirermos sociedades libres.

Que no os engañen diciendo que el periodismo ha muerto. Lo que está muriendo es una forma de hacerlo y es hora, por cierto, de que lo haga. De que lo enterremos con dignidad pero sin una lágrima. De una vez. Es hora de que muera la vergüeza del periodismo al servicio de los poderosos. Es hora de que plantemos cara al periodismo de clic, ese que sacrifica los contenidos relevantes en el altar de la banalización, que relega lo trascendente para dar todo el espacio a lo popular. La que prioriza lo superficial sobre lo que resiste el paso del tiempo, la última hora sobre el contexto, el escándalo sobre la explicación, el pensamiento prefabricado sobre las zonas grisis de la realidad.

Si creemos que lo que está en juego es nuestra superviviencia laboral nos estaremos equivocando. Lo que está amenazado es mucho más importante que eso, es la posibilidad de construir sociedades mas libres y más justas en las que ciudadanos formados puedan elegir, puedan tomar decisiones debidamente informados.

Tenemos que reiventarnos. Hallar la forma de mantenernos fieles a lo que fuimos, dignos de la memoria del periodismo que nos hizo periodistas. Y eso no depende de la tecnología, depende de nuestra capacidad de no perder de vista el sentido de nuestra tarea, la naturaleza de nuestra misión. Nos matan en Somalia y en Irak. Nos hacen prisioneros en Egipto, en China o en Rusia. Pero de algún modo también nos encarcelan en España cuando nos persiguen por grabar la violencia policial, cuando nos fuerzan a callar la identidad de los bancos que echan a la gente a la calle, cuando nos emplazan a elegir entre el salario y la verdad. Y si no dudamos frente a la violencia, más aún debemos defendernos ante la iniquidad de quienes mercantilizan nuestra labor, quienes nos prefieren dóciles, frívolos y dicharacheros porque han olvidado que nuestro deber no tiene nada que ver con las cuentas de resultados ni con la perpetuación del orden establecido.

Rebelémonos. Miremos a nuestro alrededor. Abandonemos las historias trilladas, el periodismo acomodaticio, las tertulias dominadas por el ruido, los relatos hechos a medida. Colguemos el teléfono a las fuentes interesadas y llamemos a los que no tiene voz. Tenemos que reencontrar aquello que merece ser contado, los hechos que nos transforman, los asuntos qur marcan la diferencia, que nos hacen mejores ciudadanos y mejores personas. Volvamos a creer en nosotros mismos porque la batalla no ha hecho más que empezar. Tenemos que sentirnos orgullosos de lo que quisimos ser, de lo que fuimos en algún momento de nuestro ejercicio profesional. Por nosotros, pero sobre todo por los que no tiene otra oportunidad, por los que de otro modo estan condenados a permanecer invisibles.

Decía Albert Camus que “la libertad no es nada más que una oportunidad para ser mejor”. Son sólo doce palabras, pero encierran la razón de ser del periodismo, Hagámoslas realidad.

Feliz día mundial de la libertad de prensa.

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Lee aquí la versión original de este manifiesto en la web del Colexio Profesional de Xornalistas de Galicia

Un gigante atrincherado en su reino de palabras

alvite

Lo primero que se me viene a la cabeza es la redacción llena de humo de Preguntoiro 29. Y a él, entre la bruma, sentado frente a una Olivetti, con el cigarro siempre encendido, escribiendo en un rollo de papel de teletipo tan largo como sus intenciones que se extendía por la mesa de metal y llegaba hasta el suelo. Ya era un periodista excepcional, con un talento único para la narración y un olfato increíble para las noticias. Y una leyenda en la noche compostelana, entonces libre de turistas y rebosante de periodistas imberbes, alcohol de garrafón y tabaco negro.

Era un tipo grande, en todos los sentidos, pero yo siempre le recordaré, como un gigante atrincherado en su reino de palabras, en aquella redacción en la que le conocí y a la que todavía llegaba desde la primera planta el olor a tinta de la rotativa, por su incondicional disposición a escuchar, fueses el emperador de Japón o un chaval de 23 años que necesitaba ayuda para averiguar qué quería ser. Descansa en paz, José Luis Alvite.