Después de todo, tal vez no sea mala idea volver a votar

Visto lo visto, con todo lo que hemos aprendido estos cuatro meses acerca de las intenciones de unos y de otros, de sus prioridades y de sus tacticismos, quizá lo mejor que nos puede pasar es que volvamos a las urnas.

Votar para premiar a alguien, si encontramos a quién; pero sobre todo para castigarlos a todos. Conscientes de que, de la medida del castigo, saldrá un retrato más justo de la política española. De la forma en que modulemos la sanción depende la identidad de vencedores y vencidos porque, habiéndolo dado todo en las elecciones del 20D, el futuro en escaños de cada partido depende casi exclusivamente de su capacidad de seguir movilizando a sus votantes en un escenario cargado de reproches y muy mediatizado por los grandes grupos de comunicación.

El PP cree que tocó fondo la última vez que votamos y se frota las manos anticipando una desmovilización general de los partidarios de la oposición, a los que cree presa fácil del desánimo. Confían los de Mariano Rajoy en que las últimas revelaciones que certifican sus estrechos vínculos con la corrupción no van a merecer mayor reproche ciudadano que el que ya sufrieron en diciembre y suponen, miel sobre hojuelas, que si sus adversarios optan por la abstención les saldrán las cuentas para formar gobierno con la ayuda de Ciudadanos.

Pedro Sánchez tendrá, a su vez, que convencer a sus votantes de que siguió la estrategia correcta al elegir a Albert Rivera como pareja de baile (veremos si la demonización de los de los de Pablo Iglesias es suficiente para conseguirlo). Lo más difícil, en cambio, pasa por evitar que la alianza que firmó con el representante de la nueva derecha se convierta en un obstáculo para atraer de nuevo a los socialdemócratas que dejaron de creer en el PSOE y que el 20D votaron a Podemos como la mejor alternativa para fraguar un cambio real en España.

Al otro lado del espejo, Podemos está a expensas de las mismas variables: movilizar a los propios y atraer a los que están en la frontera, en este caso a los votantes socialistas que eventualmente no hayan entendido el matrimonio de conveniencia de Sánchez con el líder de Ciudadanos. La estrategia de Pablo Iglesias sigue siendo hoy la misma que cuando fundó su partido, sustituir al PSOE como fuerza hegemónica de la izquierda, y para hacer eso realidad le siguen faltando votos.

En Ciudadanos, por último, caben todas las hipótesis. De la volatilidad de sus apoyos da idea la caída que sufrió su expectativa de voto en el tramo final de la campaña del 20D cuando Rivera cometió el error de revelar sus intenciones en la formación del Gobierno. Volver a votar será verdaderamente útil para conocer si la gente les premia por su supuesta versatilidad a la hora de llegar a acuerdos o les castiga por ofrecerse a hacer presidente al candidato del PSOE.

Si se repiten las elecciones, el verdadero premio pasa por no recibir un castigo. Ahí nos toca decidir a todos. La ley electoral hará el resto.

Cinco motivos por los que nadie debería infravalorar la candidatura de Esperanza Aguirre

1. El PP lleva 28 años ganando elecciones en Madrid.

El mismo tiempo que se ha pasado la izquierda perdiéndolas. La última vez que el PP no fue el partido más votado corría el año 1987: había dos Alemanias, Ronald Reagan gobernaba Estados Unidos y Concha García Campoy presentaba los telediarios. Hay quien pensará que la hegemonía de la derecha en Madrid es un fenómeno coyuntural; yo creo que es una expresión ideológica de fondo, una tendencia singular que no cambia de la noche a la mañana. ¿Significa eso que no es posible un cambio político en la capital? En absoluto. Significa que es muy difícil. Porque para cambiar la tendencia es necesario que se produzca una desmovilización del voto de la derecha y al mismo tiempo una expectativa realista de triunfo de la izquierda (de toda la izquierda, desde la mas desvaída hasta la que nunca ha abandonado la bandera de la transformación social).

2. La actitud de los medios de comunicación, al menos los convencionales, que son los que llegan al grueso de los votantes.

Sólo quienes viven en el micromundo limitado de las redes sociales creen que ahí se ganas las elecciones. Es mentira, se ganan en televisión y en las grandes cabeceras de prensa. Y los grandes medios ha adoptado a Esperanza Aguirre como uno de sus iconos favoritos, porque les encantan los happenings, los modelos de escenificación. Y a ella también: está acostumbrada a marcar la agenda y a que todos bailen siguiendo la música que ella toca. Y los medios lo hacen; unos a propósito, por una apuesta política consciente; otros, por gregarismo, fieles creyentes de la religión del mainstream que les hace sentir huérfanos cuando no repiten lo que identifican como el relato común.

3. En la cartelería electoral no hay nadie mas reconocible.

Y ser reconocido cuenta mucho más de lo que parece. El más vale malo conocido que bueno por conocer es una de las reglas de oro de la política convencional. Los electores anteponen su propia experiencia a las expectativas y eso hace que lo nuevo no sea necesariamente un valor, sobre todo si lo antiguo (Aguirre) es diferente de lo actual (Rajoy). Y ahí la candidata del PP a la Alcaldía de Madrid gana por goleada.

4. Cuando el Gobierno se ahoga en el descrédito, el líder de la oposición sale a flote.

Para un candidato es crucial plantar en el inconsciente colectivo la idea de  ser el líder de la oposición, en este caso el político capaz de cambiar de rumbo un país (no hace falta que sea cierto; basta con que la gente se lo crea). Y ahí Aguirre lo está dando todo, en ocasiones de manera sutil, a veces abiertamente, pero siempre desmarcándose del Gobierno y de su mala imagen. Metiendo el dedo en el ojo a Rajoy, convertido en el villano sin carisma del que huyen los votantes de derechas. Con ella el voto del PP no se quedara en casa, votará masivamente, liberado de la mala conciencia que supondría votar por el PP de Mariano Rajoy, que tanto les ha decepcionado. Que Aguirre es otra cosa es un mensaje ganador, aunque no sea verdad, aunque esté lejos de representar algo diferente, aunque sea la responsable política de la corrupción que se ha apoderado del PP en la Comunidad de Madrid.

5. Es verdad que el populismo vende.

Más aun en tiempos de desesperanza, confusión y una sensación cada vez más extendida de que todos son iguales y nada merece la pena. Ahí Aguirre es la reina de todos los populismos. Forma parte de la misma raza que Rita Barberá en Valencia, o de Francisco Vázquez en sus buenos tiempos: políticos expertos en despertar simpatías entre propios y extraños, cautivadores, encantadores de serpientes, maestros en el arte de la seducción. En este terreno, tampoco sus rivales tienen la menor oportunidad, por más que algunos, como Carmona, se esfuercen en transitar la misma senda.

¿Significa todo esto que Esperanza Aguirre va a ganar las elecciones? No necesariamente. Pero sí que tiene todo a su favor para conseguirlo. En un contexto que muchos consideran contracorriente, ella se deja llevar por el río y se mantiene a flote, dispuesta a sobrevivir al derrumbamiento electoral del PP para heredar el trono de la derecha española.

Brazadas en el aire

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Cuando el debate sea sólo un eco y se disipen tanto la satisfacción de los que se sintieron ganadores como la turbación de los que se palpaban los bolsillos, quedará la realidad que habita fuera de los muros del Congreso: la perspectiva de cuatro convocatorias electorales en el espacio de nueve meses.

Dentro, a salvo de una sociedad cansada, enfadada y decepcionada, y protegidos de los partidos emergentes, PP y PSOE volvieron a sentirse fuertes. Por unas horas, de nuevo se creyeron protagonistas del toma y daca al que han estado jugando durante décadas, felices de volver a ser a ellos mismos, como si fuera posible ignorar la sequía dando simplemente brazadas en el aire.

Fuera, en la calle, la cosa no va de discursos enfáticos. Ni de subasta de promesas. En el mundo real la política va de familias desahuciadas, desempleo de larga duración, sueldos miserables y pensiones impropias del respeto que merecen nuestros mayores. Con esos mimbres, a nadie puede extrañar que este año el resultado de las elecciones vaya a depender, más que nunca, de la credibilidad y no de los programas electorales.

¿Mariano Rajoy, Pedro Sánchez o Alberto Garzón han salido del Congreso convertidos en líderes creíbles, no importa lo que hayan dicho? No lo parece, tal es el peso insoportable del posibilismo practicado por ellos mismos o por sus antecesores.

La gente no va a votar promesas, que al final se parecen mortalmente unas a otras, sino a quienes sean más creíbles a la hora de defenderlas. Y en esa carrera, PP y PSOE cargan mochilas muy pesadas a sus espaldas, por más que desde la tribuna de oradores, como entre bambalinas, todo parezca posible.

Al trasluz

Siguen sin entender nada. El Portal de la Transparencia, que apenas deja ver al trasluz, como con desgana, es un buen ejemplo. Se sienten a salvo, convencidos de estar por encima del populacho y no comprenden que la política es servidumbre, igual que el periodismo. Una tarea cargada de deberes y sin apenas derechos.

Por eso siguen ocultando sus privilegios y sus apaños en una maraña de datos diseñada para ser inextricable, ocultos los unos sobre los otros, a menudo disimulados, las más de las veces escondidos en formatos incompatibles con el deber de informar. Todo para mostrarse a sí mismos lo que no son, verdaderos servidores públicos, en la vana esperanza de convencer a los ciudadanos, antes de las elecciones, de que han aprendido la lección.

Y en esa falta de compromiso con la verdad, esa dificultad casi genética del stablishment español a la hora de interiorizar la verdadera naturaleza del servicio público,está su verdadero talón de Aquiles.

No entienden nada. Y por eso se merecen el tsunami que se avecina. 

Galgos o podencos

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El debate en el PSOE sobre si es mejor celebrar un congreso extraordinario o convocar elecciones primarias ya no importa. Es verdad que, al margen de los propios afectados, es relevante para politólogos, historiadores y nostálgicos; afecta a la segunda fuerza política española, un partido centenario al que el domingo todavía votaron tres millones y medio de personas. Cuando digo que no importa me refiero a la calle, que les da la espalda desde que sus dirigentes prefirieron atender las razones de Estado en vez del clamor de los ciudadanos. En el mundo real no encontrarán a nadie interesado en saber si los socialistas buscan líder por un sistema de voto indirecto o deciden hacerlo en una elección abierta a los simpatizantes. Es una discusión que no tiene nada que ver con lo cotidiano: el desempleo, la corrupción, la injusticia, la falta de esperanza (por cierto: tiene mucho de paradoja que quien sí ha sabido leer las demandas de los ciudadanos se llame precisamente Pablo Iglesias).

Como si de un boxeador sonado se tratase, el PSOE vuelve a la casilla de salida de noviembre de 2011 sin entender qué le está pasando. El propio Alfredo Pérez Rubalcaba renuncia pero le echa la culpa a José Luis Rodríguez Zapatero. Lo que ha ocurrido, dijo el lunes, es que los ciudadanos aún recuerdan lo mal que lo hizo el último presidente socialista. Como si él no hubiese formado parte de su Gobierno; como si él no tuviese ninguna responsabilidad en el año y medio que lleva como secretario general.

¿Responsabilidad él? No tiene culpa de nada, todo ha sido magnífico, desde la conferencia política al manejo de los tiempos. Tan convencido está de lo bien que lo ha hecho que ha decidido perpetuarse en el mando para garantizar un relevo a la antigua usanza, desde arriba, gobernado por el aparato. Para que Susana Díaz, la presidenta andaluza, se haga con el control del partido en un congreso hecho a medida de la única heredera posible. Así es la lógica sucesoria del felipismo. Y vuelta a empezar.

A la vista de los primeros análisis, ni siquiera es seguro que el PSOE haya despertado del letargo en el que vive sumido desde que aceptó aplicar las políticas de la troika. No lo hizo tras el naufragio de 2011 y nada garantiza que vaya a hacerlo ahora. Aunque haya primarias.

Pase lo que pase, el PSOE se ha quedado sin tiempo. Falta un año para las elecciones municipales y autonómicas y poco más de 18 meses para las generales. Por eso el debate interno recuerda tanto a la discusión de las liebres sobre si sus perseguidores son galgos o podencos. ¿De verdad importa?

Quedarse en casa no es inocente

'El cuarto estado' (1891-1901), de Giuseppe Pellizza da Volpedo
‘El cuarto estado’ (1891-1901), de Giuseppe Pellizza da Volpedo

Sí, ya sé que no apetece, que lo que de verdad queremos es programar una excursión de fin de semana y volver sin saber siquiera quién ha ganado las elecciones europeas. Lo escucho cada vez con más frecuencia, a medida que se acerca la fecha de las elecciones: cunden el desánimo y la desafección, especialmente entre quienes más se quejan del callejón sin salida en el que se ha convertido la arquitectura institucional española. ¿Para qué votar el 25M? ¿Qué va a cambiar?

¿Quieres más recortes? 

Si la respuesta es afirmativa, quédate en casa. El PP encabeza las encuestas, pero lo hace por la mínima. Eso significa que puede ganar o perder y que la participación ciudadana será la que decida. Se supone, dicen los expertos, que si la gente acude en masa a las urnas Rajoy lo tendrá más difícil. Y que si los ciudadanos prefieren quedarse en casa (o votar en blanco, que queda mejor pero tiene el mismo efecto), el PP tiene muchas más posibilidades de salir victorioso. 

Pero si los electores castigan a Rajoy, el Gobierno va tener que pensarse, y mucho, hasta dónde lleva la segunda fase del programa de recortes que tiene todavía pendiente. 

Claro que si gana (y ahora mismo van ganando en todas las encuestas, conviene recordarlo) nada podrá impedir que completen hasta el final el desmantelamiento del Estado de bienestar.

¿Te gustaría que el PSOE cambiase? 

Si eres de los que creen que hace falta un partido fuerte de izquierdas y que el PSOE, dos años después de la derrota de 2011, no sólo sigue sin entender lo que le ha pasado sino que continúa instalado en el simbolismo progresista, ahora mismo tienes una gran oportunidad de decírselo. Si el PSOE consigue batir al PP aunque sea por la mínima (sí, ya sé que es poco probable pero puede ocurrir), Rubalcaba y los suyos verán reafirmada la estrategia en la que viven desde hace dos años y medio: cambiar un par de cosas para que todo siga igual. Y esperar a que el péndulo de la política, en el que siguen creyendo a pies juntillas, les ayude a perpetuar el turnismo bipartidista.

¿Y si pierde? ¿Qué pasa si el PSOE pierde? Bueno, no sabemos si aprenderá la lección y será capaz de encontrar el camino de la defensa de los valores de donde procede. Pero al menos habrán dejado a un lado el pasado felipista y, si son listos, lo peor del zapaterismo. Y habrá esperanza. Tal vez no para dentro de dos años, pero sí para dentro de seis, que es mucho más de lo que tenemos ahora.

¿Simpatizas con la Europa de la troika?

No, no te gusta. No lo creo (a mí tampoco). Si te gustara no habrías llegado hasta este párrafo y votarías sin dudarlo a PP y PSOE, las dos caras del sistema que nos ha conducido al desempleo, el rescate de la banca y la patrimonialización de la política.

Pero no basta con que no te gusten la Europa de Merkel, los piratas financieros y la dictadura de los mercados. Tienes (tenemos) que hacérselo saber. A todo el mundo, pero especialmente a las instituciones europeas. Puede hacerse el 25M y depende sólo de que los ciudadanos que durante los últimos años se ha movilizado en defensa de sus libertades y de sus derechos transformen la ira expresada en tantas manifestaciones en una papeleta cargada de significado.

Es verdad, reconozcámoslo, que Izquierda Unida tiene muchos defectos. Pero quizá de los tres grandes partidos sea el menos sospechoso de connivencia con quienes nos han llevado a la ruina económica y al derrumbamiento del sistema de derechos sociales. Es por eso que si el 25M IU logra un buen resultado enviará un mensaje nítido a la troika: eso es, por cierto, lo que van a hacer los griegos, hartos de tanta infamia y de tanta injusticia.

Adivinen, por el contrario, qué mensaje estaremos enviando a los mercados si IU se queda a las puertas de un gran resultado y el bipartisimo sigue reinando sin apenas daños. Casi se pueden oír las risas de los banqueros…

¿Hay vida más allá de la política tradicional?

La respuesta a esa pregunta también está en nuestras manos.

Por la derecha todo es, como siempre, más sencillo. La elección se reduce a UPyD, con ventaja parcial en eso de pescar en el río revuelto de la crisis del bipartidismo; Ciudadanos, una fómula de éxito en Cataluña que, sin embargo, está por ver si obtiene el eco que busca en el resto del Estado; y Vox, ese peculiar ensayo de resurreción de la extrema derecha cuya mera existencia no es sino un indicio más de la decandencia de nuestros sistema político.

Vox es también un buen ejemplo de ese clásico de las europeas: la multiplicación de candidaturas oportunistas que desaparecen de inmediato si fracasan en el intento de hacerse con un escaño en Estrasburgo o que lo hacen años más tarde incapaces de construir a su alrededor una estructura política duradera.

Esta vez, como siempre que los votantes tradicionales de los partidos mayoritarios planean quedarse en casa, hay varias de estas listas con posibilidades de asomar la cabeza en el recuento final. También por la izquierda. Se puede votar a Compromís-Equo, Recortes Cero o Podemos (para saber dónde situar al Partido X primero habría que despejar la incógnita).

¿Representan mejor a la izquierda que IU? ¿Serán más capaces a la hora de defender a los trabajadores, los derechos civiles y los servicios públicos? Aquí también está en nuestras manos responder sí o no.

Recuerda que no votar es tan lícito como hacerlo, pero no es inocente. Como tampoco lo es elegir una papeleta u otra, porque en esa elección nos jugamos impulsar los recortes o ponerles freno, renovar la izquierda o contribuir a petrificarla, hacer frente a la troika o aceptar sus designios,  cambiar de raíz el mapa político para forzar una refundación del sistema o perpetuar el bipartidismo.

Puede que para algunos no sea gran cosa, pero a mí me parece mucho.

 

 

Hay que cambiar de estrategia

Las movilizaciones del 22-M fueron un enorme éxito desde el punto de vista de la logística y una expresión transparente del malestar acumulado por los ciudadanos durante los últimos cuatro años. La protesta, sin embargo, acabó convertida en un gran fracaso desde el punto de vista de la comunicación y esa es la principal lección que sus impulsores deberían aprender.

La violencia de unos pocos, convenientemente amplificada por el aparato del Estado, incluidos sus medios de comunicación afines, ha acabado por imponerse en el espacio público. También en el de la izquierda. El truco del manifestódromo ha acabado por tapar lo sustancial del malestar social. No iba en serio, claro, pero nos ha tenido convenientemente despistados. 

Echar la culpa al poder de los medios industriales de comunicación conformará a algunos pero no servirá para ganar la batalla social. No hay otro escenario; hay que pelear en él.

Lo ocurrido demuestra que no basta con canalizar el malestar: es imprescindible que su visibilidad lo vuelva contagioso en vez de alimentar la impotencia de quienes creen que todo está perdido y siguen mirando con escepticismo la presencia de los ciudadanos en las calles.

¿Qué hacer, entonces? El camino para conseguirlo no es, desde luego, enzarzarse en el estéril debate sobre la violencia; es imprescindible que la protesta marque nítidamente distancia con los alborotadores y que los expulse no sólo de las manifestaciones, también del debate. El éxito del 15-M no sólo fue el resultado de su capacidad de canalizar las demandas de los ciudadanosl sino de su acierto a la hora de mantener alejados a los violentos y hacer de la expresión pacifica de la contestación un emblema capaz de generar nuevas adhesiones.

La izquierda, y no me refiero en este caso a la izquierda organizada políticamente, haría bien aprendiendo que si quiere ganar la partida a la clase dominante tiene que cambiar de estrategia, expulsar a los violentos y mostrar a la sociedad que sufre la crisis y todavía no se moviliza que el camino es ancho y en él hay sitio para todos.

Han ganado

Han ganado.

Las declaraciones sobre la seguridad pública, los disturbios, los grupos organizados de ideología antisistema e incluso el debate acerca de la conveniencia de alejar del centro las protestas sociales han hecho desaparecer del espacio público las demandas de los ciudadanos. Ya nadie habla de ellas y eso constituye un gran éxito de los diseñadores del discurso oficial, ese que trata de convencernos de que el Gobierno nos está sacando de la crisis en la que nos metió Zapatero. Nadie debe despistarse, especialmente a pocos meses de unas elecciones. Los ciudadanos pueden haber ganado en las calles, es verdad, pero el Gobierno ha impuesto su discurso haciéndoles invisibles.

En la estrategia del Ejecutivo y sus aliados es imprescindible silenciar el análisis crítico e invisibilizar a los derrotados por la crisis. Y para eso hace falta construir una representación del enemigo, no importa lo inconsistente que sea. Ahí es donde juegan un papel esencial tanto los inmigrantes subsaharianos que cruzan ilegalmente la frontera, a los que Interior siempre describe con rasgos amenazadores, como los antisistema especializados en quemar contenedores. El hecho de que los primeros sean una minoría de la inmigración ilegal en España (casi todos los extranjeros que entran sin permiso en nuestro país siguen haciéndolo por Barajas, aunque ahora se llame Adolfo Suárez) o que la cifra de los segundos sea ridícula en comparación con los millones de ciudadanos que desde hace cuatro años protestan pacíficamente en España es un detalle menor cuando de lo que se trata es de resucitar los atavismos del miedo. Pregunten en la calle a los ciudadanos que se informan por los telediarios: no les hablarán de la crisis ni de sus culpables sino de las amenazas que el Gobierno ha sabido agitar tan bien ante sus ojos.

Han ganado. Y lo saben. Por eso están tan satisfechos.

El PSOE, a lo suyo

A estas alturas del siglo, ya no es una sorpresa para nadie que el encaje constitucional de los territorios con identidad propia, en especial Cataluña y Euskadi, ha sido un fracaso. Y que el riesgo de que la expresión política de sus ciudadanos articule una mayoría capaz de plantear una secesión es muy alto.

Ante la evidencia de que el modelo actual ya no funciona, la conclusión lógica sería que los partidos que forman la columna vertebral del sistema, PP y PSOE, trataran de encontrar una solución válida para todos. Enrocarse en el diseño constitucional nacido la dictadura no creo yo que vaya a acabar con el independentismo; más bien parece que sólo sirve para alimentar los deseos secesionistas de una parte muy importante de los ciudadanos, sobre todo en el caso de Cataluña.

Negar la evidencia es la estrategia del PP y de su líder, Mariano Rajoy, que en esta materia, como en muchas otras, quiere ganar por agotamiento del adversario. A ver si, con el paso del tiempo, cambia el viento y los catalanes se cansan.

El camino elegido por el PSOE es muy diferente, pero no parece mucho más efectivo. Ahora que están en la oposición amagan con abrazar la causa del federalismo y se disponen a debatir y aprobar una propuesta para solucionar las tensiones territoriales en el que hay de todo menos ideas concretas. ¿Por qué? Porque en realidad la suya no es una oferta para los ciudadanos, para el debate público, es una solución orgánica al problema del PSC, su forma de buscar el encaje del socialismo catalán en el PSOE, no de Cataluña en España.

La ausencia de un modelo federal digno de tal nombre en la propuesta del PSOE demuestra que el socialismo español sigue enredado en sus problemas internos. Y nada hace pensar que vaya a salir a corto plazo de ese círculo envenenado.

Pactar por pactar

«Puro teatro; falsedad bien ensayado, estudiado simulacro». La canción de La Lupe parece escrita para describir la proposición no de ley que PP y PSOE presentarán este jueves en el Congreso y que ambas partes han dado en llamar con pompa indisimulada un “pacto por Europa”. No es sólo por el formato elegido (las proposiciones no de ley son bonitos brindis al sol sin consecuencia política alguna) ni la primera parte del contenido (una vaga lista de demandas que Mariano Rajoy ya tenía previsto defender en la UE y que, en su mayor parte, la Unión ya tiene previsto aprobar). Lo más chusco del acuerdo es que en él PP y PSOE piden nada menos que “asegurar un alto nivel de protección social, proteger los derechos laborales y fomentar los servicios públicos como la educación y la sanidad”. Si esta demanda no es una burla a los ciudadanos, no sé qué lo será.

Las razones por las que PSOE y PP se entregan a esta ceremonia son previsibles: creen que a falta de contenido el pacto es, en sí mismo, una solución. No para la sociedad, por supuesto, pero sí para ellos. Calculan, espoleados por los medios de comunicación que forman parte del establishment,  que pactar es la única manera de salir del agujero de descrédito en el que ellos mismos se han precipitado. Pactar por pactar, con independencia del contenido, porque lo importante, creen, es que los ciudadanos piquen el anzuelo de que los dos grandes partidos están haciendo algo para resolver los problemas.

Puede que lo consigan. Aunque tengo la impresión, entre inquietante y esperanzadora, de que los ciudadanos ya están mirando en otra dirección.