El debate en el PSOE sobre si es mejor celebrar un congreso extraordinario o convocar elecciones primarias ya no importa. Es verdad que, al margen de los propios afectados, es relevante para politólogos, historiadores y nostálgicos; afecta a la segunda fuerza política española, un partido centenario al que el domingo todavía votaron tres millones y medio de personas. Cuando digo que no importa me refiero a la calle, que les da la espalda desde que sus dirigentes prefirieron atender las razones de Estado en vez del clamor de los ciudadanos. En el mundo real no encontrarán a nadie interesado en saber si los socialistas buscan líder por un sistema de voto indirecto o deciden hacerlo en una elección abierta a los simpatizantes. Es una discusión que no tiene nada que ver con lo cotidiano: el desempleo, la corrupción, la injusticia, la falta de esperanza (por cierto: tiene mucho de paradoja que quien sí ha sabido leer las demandas de los ciudadanos se llame precisamente Pablo Iglesias).
Como si de un boxeador sonado se tratase, el PSOE vuelve a la casilla de salida de noviembre de 2011 sin entender qué le está pasando. El propio Alfredo Pérez Rubalcaba renuncia pero le echa la culpa a José Luis Rodríguez Zapatero. Lo que ha ocurrido, dijo el lunes, es que los ciudadanos aún recuerdan lo mal que lo hizo el último presidente socialista. Como si él no hubiese formado parte de su Gobierno; como si él no tuviese ninguna responsabilidad en el año y medio que lleva como secretario general.
¿Responsabilidad él? No tiene culpa de nada, todo ha sido magnífico, desde la conferencia política al manejo de los tiempos. Tan convencido está de lo bien que lo ha hecho que ha decidido perpetuarse en el mando para garantizar un relevo a la antigua usanza, desde arriba, gobernado por el aparato. Para que Susana Díaz, la presidenta andaluza, se haga con el control del partido en un congreso hecho a medida de la única heredera posible. Así es la lógica sucesoria del felipismo. Y vuelta a empezar.
A la vista de los primeros análisis, ni siquiera es seguro que el PSOE haya despertado del letargo en el que vive sumido desde que aceptó aplicar las políticas de la troika. No lo hizo tras el naufragio de 2011 y nada garantiza que vaya a hacerlo ahora. Aunque haya primarias.
Pase lo que pase, el PSOE se ha quedado sin tiempo. Falta un año para las elecciones municipales y autonómicas y poco más de 18 meses para las generales. Por eso el debate interno recuerda tanto a la discusión de las liebres sobre si sus perseguidores son galgos o podencos. ¿De verdad importa?
‘El cuarto estado’ (1891-1901), de Giuseppe Pellizza da Volpedo
Sí, ya sé que no apetece, que lo que de verdad queremos es programar una excursión de fin de semana y volver sin saber siquiera quién ha ganado las elecciones europeas. Lo escucho cada vez con más frecuencia, a medida que se acerca la fecha de las elecciones: cunden el desánimo y la desafección, especialmente entre quienes más se quejan del callejón sin salida en el que se ha convertido la arquitectura institucional española. ¿Para qué votar el 25M? ¿Qué va a cambiar?
¿Quieres más recortes?
Si la respuesta es afirmativa, quédate en casa. El PP encabeza las encuestas, pero lo hace por la mínima. Eso significa que puede ganar o perder y que la participación ciudadana será la que decida. Se supone, dicen los expertos, que si la gente acude en masa a las urnas Rajoy lo tendrá más difícil. Y que si los ciudadanos prefieren quedarse en casa (o votar en blanco, que queda mejor pero tiene el mismo efecto), el PP tiene muchas más posibilidades de salir victorioso.
Pero si los electores castigan a Rajoy, el Gobierno va tener que pensarse, y mucho, hasta dónde lleva la segunda fase del programa de recortes que tiene todavía pendiente.
Claro que si gana (y ahora mismo van ganando en todas las encuestas, conviene recordarlo) nada podrá impedir que completen hasta el final el desmantelamiento del Estado de bienestar.
¿Te gustaría que el PSOE cambiase?
Si eres de los que creen que hace falta un partido fuerte de izquierdas y que el PSOE, dos años después de la derrota de 2011, no sólo sigue sin entender lo que le ha pasado sino que continúa instalado en el simbolismo progresista, ahora mismo tienes una gran oportunidad de decírselo. Si el PSOE consigue batir al PP aunque sea por la mínima (sí, ya sé que es poco probable pero puede ocurrir), Rubalcaba y los suyos verán reafirmada la estrategia en la que viven desde hace dos años y medio: cambiar un par de cosas para que todo siga igual. Y esperar a que el péndulo de la política, en el que siguen creyendo a pies juntillas, les ayude a perpetuar el turnismo bipartidista.
¿Y si pierde? ¿Qué pasa si el PSOE pierde? Bueno, no sabemos si aprenderá la lección y será capaz de encontrar el camino de la defensa de los valores de donde procede. Pero al menos habrán dejado a un lado el pasado felipista y, si son listos, lo peor del zapaterismo. Y habrá esperanza. Tal vez no para dentro de dos años, pero sí para dentro de seis, que es mucho más de lo que tenemos ahora.
¿Simpatizas con la Europa de la troika?
No, no te gusta. No lo creo (a mí tampoco). Si te gustara no habrías llegado hasta este párrafo y votarías sin dudarlo a PP y PSOE, las dos caras del sistema que nos ha conducido al desempleo, el rescate de la banca y la patrimonialización de la política.
Pero no basta con que no te gusten la Europa de Merkel, los piratas financieros y la dictadura de los mercados. Tienes (tenemos) que hacérselo saber. A todo el mundo, pero especialmente a las instituciones europeas. Puede hacerse el 25M y depende sólo de que los ciudadanos que durante los últimos años se ha movilizado en defensa de sus libertades y de sus derechos transformen la ira expresada en tantas manifestaciones en una papeleta cargada de significado.
Es verdad, reconozcámoslo, que Izquierda Unida tiene muchos defectos. Pero quizá de los tres grandes partidos sea el menos sospechoso de connivencia con quienes nos han llevado a la ruina económica y al derrumbamiento del sistema de derechos sociales. Es por eso que si el 25M IU logra un buen resultado enviará un mensaje nítido a la troika: eso es, por cierto, lo que van a hacer los griegos, hartos de tanta infamia y de tanta injusticia.
Adivinen, por el contrario, qué mensaje estaremos enviando a los mercados si IU se queda a las puertas de un gran resultado y el bipartisimo sigue reinando sin apenas daños. Casi se pueden oír las risas de los banqueros…
¿Hay vida más allá de la política tradicional?
La respuesta a esa pregunta también está en nuestras manos.
Por la derecha todo es, como siempre, más sencillo. La elección se reduce a UPyD, con ventaja parcial en eso de pescar en el río revuelto de la crisis del bipartidismo; Ciudadanos, una fómula de éxito en Cataluña que, sin embargo, está por ver si obtiene el eco que busca en el resto del Estado; y Vox, ese peculiar ensayo de resurreción de la extrema derecha cuya mera existencia no es sino un indicio más de la decandencia de nuestros sistema político.
Vox es también un buen ejemplo de ese clásico de las europeas: la multiplicación de candidaturas oportunistas que desaparecen de inmediato si fracasan en el intento de hacerse con un escaño en Estrasburgo o que lo hacen años más tarde incapaces de construir a su alrededor una estructura política duradera.
Esta vez, como siempre que los votantes tradicionales de los partidos mayoritarios planean quedarse en casa, hay varias de estas listas con posibilidades de asomar la cabeza en el recuento final. También por la izquierda. Se puede votar a Compromís-Equo, Recortes Cero o Podemos (para saber dónde situar al Partido X primero habría que despejar la incógnita).
¿Representan mejor a la izquierda que IU? ¿Serán más capaces a la hora de defender a los trabajadores, los derechos civiles y los servicios públicos? Aquí también está en nuestras manos responder sí o no.
Recuerda que no votar es tan lícito como hacerlo, pero no es inocente. Como tampoco lo es elegir una papeleta u otra, porque en esa elección nos jugamos impulsar los recortes o ponerles freno, renovar la izquierda o contribuir a petrificarla, hacer frente a la troika o aceptar sus designios, cambiar de raíz el mapa político para forzar una refundación del sistema o perpetuar el bipartidismo.
Puede que para algunos no sea gran cosa, pero a mí me parece mucho.
Las movilizaciones del 22-M fueron un enorme éxito desde el punto de vista de la logística y una expresión transparente del malestar acumulado por los ciudadanos durante los últimos cuatro años. La protesta, sin embargo, acabó convertida en un gran fracaso desde el punto de vista de la comunicación y esa es la principal lección que sus impulsores deberían aprender.
La violencia de unos pocos, convenientemente amplificada por el aparato del Estado, incluidos sus medios de comunicación afines, ha acabado por imponerse en el espacio público. También en el de la izquierda. El truco del manifestódromo ha acabado por tapar lo sustancial del malestar social. No iba en serio, claro, pero nos ha tenido convenientemente despistados.
Echar la culpa al poder de los medios industriales de comunicación conformará a algunos pero no servirá para ganar la batalla social. No hay otro escenario; hay que pelear en él.
Lo ocurrido demuestra que no basta con canalizar el malestar: es imprescindible que su visibilidad lo vuelva contagioso en vez de alimentar la impotencia de quienes creen que todo está perdido y siguen mirando con escepticismo la presencia de los ciudadanos en las calles.
¿Qué hacer, entonces? El camino para conseguirlo no es, desde luego, enzarzarse en el estéril debate sobre la violencia; es imprescindible que la protesta marque nítidamente distancia con los alborotadores y que los expulse no sólo de las manifestaciones, también del debate. El éxito del 15-M no sólo fue el resultado de su capacidad de canalizar las demandas de los ciudadanosl sino de su acierto a la hora de mantener alejados a los violentos y hacer de la expresión pacifica de la contestación un emblema capaz de generar nuevas adhesiones.
La izquierda, y no me refiero en este caso a la izquierda organizada políticamente, haría bien aprendiendo que si quiere ganar la partida a la clase dominante tiene que cambiar de estrategia, expulsar a los violentos y mostrar a la sociedad que sufre la crisis y todavía no se moviliza que el camino es ancho y en él hay sitio para todos.
Las declaraciones sobre la seguridad pública, los disturbios, los grupos organizados de ideología antisistema e incluso el debate acerca de la conveniencia de alejar del centro las protestas sociales han hecho desaparecer del espacio público las demandas de los ciudadanos. Ya nadie habla de ellas y eso constituye un gran éxito de los diseñadores del discurso oficial, ese que trata de convencernos de que el Gobierno nos está sacando de la crisis en la que nos metió Zapatero. Nadie debe despistarse, especialmente a pocos meses de unas elecciones. Los ciudadanos pueden haber ganado en las calles, es verdad, pero el Gobierno ha impuesto su discurso haciéndoles invisibles.
En la estrategia del Ejecutivo y sus aliados es imprescindible silenciar el análisis crítico e invisibilizar a los derrotados por la crisis. Y para eso hace falta construir una representación del enemigo, no importa lo inconsistente que sea. Ahí es donde juegan un papel esencial tanto los inmigrantes subsaharianos que cruzan ilegalmente la frontera, a los que Interior siempre describe con rasgos amenazadores, como los antisistema especializados en quemar contenedores. El hecho de que los primeros sean una minoría de la inmigración ilegal en España (casi todos los extranjeros que entran sin permiso en nuestro país siguen haciéndolo por Barajas, aunque ahora se llame Adolfo Suárez) o que la cifra de los segundos sea ridícula en comparación con los millones de ciudadanos que desde hace cuatro años protestan pacíficamente en España es un detalle menor cuando de lo que se trata es de resucitar los atavismos del miedo. Pregunten en la calle a los ciudadanos que se informan por los telediarios: no les hablarán de la crisis ni de sus culpables sino de las amenazas que el Gobierno ha sabido agitar tan bien ante sus ojos.
Han ganado. Y lo saben. Por eso están tan satisfechos.
“Aquí pasou o que pasou” (Aquí pasó lo que pasó). La frase la pronunció en sede parlamentaria en Galicia un diputado conservador para explicar, sin más detalles, la revuelta interna que en 1987 tuvo lugar en el Gobierno de la Xunta en un intento de forzar la dimisión del entonces presidente. La expresión hizo fortuna y se incorporó a la cultura popular y política de Galicia como una forma de expresar, en cinco sintéticas palabras, la dimensión autoconclusiva de un acontecimiento de extrema gravedad que se devora a sí mismo sin apenas consecuencias. Un epigrama que expresa, mejor que ningún tratado de filosofía política, la capacidad del sistema de regenerarse digiriendo sus propias contradicciones.
Aquí pasou o que pasou. También en el caso de la marea negra que llenó de chapapote las costas gallegas y puso en evidencia a una administración empeñada en negar la evidencia de lo que estaba pasando, superada por acontecimientos que fue incapaz de prever y que nunca tuvo el valor de asumir la responsabilidad política que le exigían los ciudadanos.
La justicia no ha sido capaz de hallar un culpable. Eso es en sí mismo muy grave, porque lo que sucedió fue de una dimensión extraordinaria. Pero aún si aceptamos como algo inevitable que no haya sido posible encontrar pruebas para condenar penalmente a nadie (lo que resulta en todo caso discutible), lo que no parece de recibo es que los magistrados de la Audiencia se permitan en su fallo elogiar la gestión de la catástrofe. Eso es indigno.
En medio del ruido y de tantas dudas, conviene recordar algunas certezas:
El problema central sigue siendo el tráfico de mercancías peligrosas en el corredor marítimo de Fisterra. Es una evidencia que ni el Gobierno antes ni la Justicia después han podido hacer nada por impedirlo. Una acción internacional coordinada podrá ser capaz de tomar medidas para reducir al mínimo el riesgo de un accidente pero no puede garantizar que no se repita. Cada año navegan frente a Galicia más de 14.000 barcos con mercanías peligrosas: uno cada 40 minutos.
La incapacidad de nuestros políticos a la hora de asumir responsabilidades por la gestión catastrófica del accidente obligó a la sociedad civil a depositar su única esperanza de reparación en la justicia. De ahí la frustración derivada de una sentencia incapaz de hallar en el comportamiento del gobierno reproche penal alguno. Seguramente porque, por mucho que lo que hicieron nuestras autoridades fuese un desastre, no es posible fundar en derecho una condena para castigar una decisión (alejar el barco) si no se puede establecer con certeza y sin lugar a dudas que lo correcto hubiese sido actuar de otra manera (llevarlo a un puerto refugio).
Lo más grave, como señala el fallo judicial, es que a día de hoy seguimos sin contar con un protocolo de actuación debatido y acordado que resuelva el dilema de alejar o abrigar un barco en dificultades cargado de mercancía peligrosa. El debate no puede girar en torno a si un accidente parecido se repetirá; la cuestión crucial es qué haremos cuando ocurra.
La sentencia de la Audiencia basa su decisión en las pruebas presentadas contra los acusados que se sentaban en el banquillo. La pregunta que hay que responder es porqué la justicia española no fue capaz de armar un proceso contra los principales responsables de lo ocurrido: los propietarios del barco, la empresa armadora y la sociedad internacional que certificó que estaba en buenas condiciones para navegar.
Once años después, lo único que sigue teniendo sentido es el grito de Nunca máis. La indignación social fue entonces la respuesta a la incapacidad de la política a la hora de poner coto a los daños medioambientales y económicos que periódicamente sufre Galicia porque nadie se toma en serio la necesidad de poner freno a la codicia de las petroleras, las navieras y las financieras que se lucran con el mercado de los combustibles fósiles.
La rabia y la indignación reviven en los recuerdos de hace once años. Tal vez la Audiencia no tenga la culpa de no poder condenar a los acusados, pero de lo que no hay ninguna duda es de que no se ha hecho justicia. El chapapote, una vez más, lo ensucia todo.
A estas alturas del siglo, ya no es una sorpresa para nadie que el encaje constitucional de los territorios con identidad propia, en especial Cataluña y Euskadi, ha sido un fracaso. Y que el riesgo de que la expresión política de sus ciudadanos articule una mayoría capaz de plantear una secesión es muy alto.
Ante la evidencia de que el modelo actual ya no funciona, la conclusión lógica sería que los partidos que forman la columna vertebral del sistema, PP y PSOE, trataran de encontrar una solución válida para todos. Enrocarse en el diseño constitucional nacido la dictadura no creo yo que vaya a acabar con el independentismo; más bien parece que sólo sirve para alimentar los deseos secesionistas de una parte muy importante de los ciudadanos, sobre todo en el caso de Cataluña.
Negar la evidencia es la estrategia del PP y de su líder, Mariano Rajoy, que en esta materia, como en muchas otras, quiere ganar por agotamiento del adversario. A ver si, con el paso del tiempo, cambia el viento y los catalanes se cansan.
El camino elegido por el PSOE es muy diferente, pero no parece mucho más efectivo. Ahora que están en la oposición amagan con abrazar la causa del federalismo y se disponen a debatir y aprobar una propuesta para solucionar las tensiones territoriales en el que hay de todo menos ideas concretas. ¿Por qué? Porque en realidad la suya no es una oferta para los ciudadanos, para el debate público, es una solución orgánica al problema del PSC, su forma de buscar el encaje del socialismo catalán en el PSOE, no de Cataluña en España.
La ausencia de un modelo federal digno de tal nombre en la propuesta del PSOE demuestra que el socialismo español sigue enredado en sus problemas internos. Y nada hace pensar que vaya a salir a corto plazo de ese círculo envenenado.
«Puro teatro; falsedad bien ensayado, estudiado simulacro». La canción de La Lupe parece escrita para describir la proposición no de ley que PP y PSOE presentarán este jueves en el Congreso y que ambas partes han dado en llamar con pompa indisimulada un “pacto por Europa”. No es sólo por el formato elegido (las proposiciones no de ley son bonitos brindis al sol sin consecuencia política alguna) ni la primera parte del contenido (una vaga lista de demandas que Mariano Rajoy ya tenía previsto defender en la UE y que, en su mayor parte, la Unión ya tiene previsto aprobar). Lo más chusco del acuerdo es que en él PP y PSOE piden nada menos que “asegurar un alto nivel de protección social, proteger los derechos laborales y fomentar los servicios públicos como la educación y la sanidad”. Si esta demanda no es una burla a los ciudadanos, no sé qué lo será.
Las razones por las que PSOE y PP se entregan a esta ceremonia son previsibles: creen que a falta de contenido el pacto es, en sí mismo, una solución. No para la sociedad, por supuesto, pero sí para ellos. Calculan, espoleados por los medios de comunicación que forman parte del establishment, que pactar es la única manera de salir del agujero de descrédito en el que ellos mismos se han precipitado. Pactar por pactar, con independencia del contenido, porque lo importante, creen, es que los ciudadanos piquen el anzuelo de que los dos grandes partidos están haciendo algo para resolver los problemas.
Puede que lo consigan. Aunque tengo la impresión, entre inquietante y esperanzadora, de que los ciudadanos ya están mirando en otra dirección.
Cuando estalló la crisis nos vendieron un escenario inevitable: todo lo que está pasando, así como lo que hay que hacer para solucionarlo, se rige por leyes que escapan a nuestro control. El sistema ha colapsado y, nos han hecho creer, la única manera de arreglarlo es reducir el peso de lo público (no me gusta el término austeridad; oculta las verdaderas intenciones de los partidarios de la docrina del shock).
Los ciudadanos no somos inocentes; compramos ese discurso. Con resignación, pero lo compramos. Nos creímos culpables de lo que estaba pasando: que no se puede gastar lo que no se tiene, que vivimos por encima de nuestras posibilidades. Apretamos los dientes y aceptamos las explicaciones de nuestros gobernantes porque nos resultaba más fácil mirar para otro lado que enfrentar la realidad. Somos buenos haciendo eso: ya ocurrió cuando las cosas iban bien y nos negamos a ver nubarrones tan evidentes como la burbuja inmobiliaria. ¡Qué demonios!, a nadie le gusta ser un aguafiestas…
Es verdad que, desde que todo empezó, nos hemos movilizado con una intensidad nunca vista desde la transición. Salimos a la calle a protestar por el recorte de los sueldos públicos, por la banalización del despido, por la destrucción de la sanidad y de la educación (los dos pilares de la igualdad, el tejido estructural de la democracia). Pronto saldremos a defender las pensiones y lo haremos con energía aunque, seguramente, cansados ya de tanta manifestación aparentemente inútil, lo hagamos ya sin esperanza.
La protesta no ha dado pie a la violencia. Es un milagro para el que casi nadie tiene explicación. Y una ventaja, sin duda, porque a la vista de nuestra historia no parece un camino muy prometedor, especialmente si existen alternativas.
Si nada de eso funciona, ¿qué nos queda entonces?
Hay una manera de poner fin a todo esto. Una bomba atomica en poder de la gente, tal y como acertadamente la definió en el último programa de Salvados el exministro José María Maravall: el voto de los ciudadanos. Un arma definitiva para enfrentar a los políticos corruptos y a los banqueros incívicos. Una forma de ponerles fuera del sistema y hacerles ver que no son nadie sin la sociedad, que la refundación del sistema, la transformación de la democracia representativa en una democracia participativa, es tan inevitable como imprescindible.
Tenemos el arma, los votos, y se avecina además la ocasión perfecta. Dentro de un año los ciudadanos de España (y los del conjunto de la Unión Europea) podrán decir alto y claro si quieren seguir como hasta ahora, jugando con una baraja marcada, o si, por el contrario, es hora de cambiar las reglas del juego.
Hay que aprovechar esta oportunidad porque, como recordaba Ignacio Sánchez-Cuenca en un celebrado artículo publicado por infoLibre. «No deja de ser curioso que la gente dirija sus quejas a los partidos y a las instituciones españolas, cuando buena parte del problema reside más arriba, en las reglas de funcionamiento del euro y en las políticas que marcan los países del norte”. Dentro de un año toca precisamente votar en el ámbito donde está el origen de buena pare de la crisis que estamos sufriendo.
Esta vez, además, no valen excusas: la circunscripción única, en el caso de España, garantiza una representatividad política muy superior a la de unas elecciones legislativas, en las que el voto de las minorías se diluye en 52 provincias y favorece a los partidos mayoritarios. Esta vez también habrá Ley d’Hondt, es verdad, pero sus consecuencias sobre las minorías serán mucho más matizadas.
Tampoco debería funcionar la coartada del voto pendular al que durante treinta años se han acogida PP y PSOE, porque ambos partidos han demostrado ser parte del problema. Aplican las mismas soluciones, así que no cabe esperar que ninguno de ellos obtenga el beneficio de la duda. Es verdad que los conservadores interpretan sin prejuicios su papel de brazo armado del sistema y que a los socialistas a veces se les nota la mala conciencia. Pero al final, a la hora de la verdad, las consecuencias de sus acciones son tremendamente parecidas.
Por eso no extraña en absoluto que en la sociedad haya empezado a echar raíces un anhelo de transformación. Como afirmaba José Juan Toharia hace pocos días en en el blog que Metroscopia tiene en El País, “una amplia mayoría (70%) anhela la aparición de nuevos partidos o formaciones políticas, perdida ya —al parecer— la esperanza de que los actuales logren regenerarse y funcionar de forma distinta a como lo están haciendo. Por otro lado, también siete de cada diez españoles (…) creen que lo mejor que los distintos movimientos ciudadanos (como 15-M, PAH, y las mareas ciudadanas) pueden ahora hacer es constituirse en formaciones políticas y disputar los votos a los actuales partidos”.
Los movimientos sociales, así como las formaciones políticas no contaminadas por el acartonamiento del sistema (entre las que destaca muy especialmente Izquierda Unida), tienen un año para fraguar alternativas capaces de poner patas arriba el sistema. Hace falta que alguien abra las ventanas del edificio común porque el aire es irrespirable. Es una tarea histórica.
El bipartidismo tiene que entender que no va a salir de esta sin cambiar el sistema político. Y si no lo entiende por si mismo, hay que hacérselo entender en las proximas elecciones europeas. Sólo si PP y PSOE reciben un mensaje definitivo por parte de los ciudadanos entenderán que el modelo político del que han vivido durante 30 años ya no sirve. Y que es imprescindible llevar a cabo una verdadera transición democrática basada en la transparencia, el control público, la división de poderes, la participación ciudadana, el fin de los privilegios, la separación iglesia-Estado…
Las encuestas (la de El País de este domingo, sin ir más lejos) demuestran que para un 52% de los ciudadanos las próximas elecciones europeas son «muy o bastante importantes».
Salir a la calle está bien y es importante seguir haciéndolo, mostrarle al Gobierno (y a las instituciones en general) que la sociedad no se resigna. Pero después hay que votar porque esa es la única manera definitiva de echarlos del sistema. Tan sólo haced un ejercicio de imaginación, da igual lo inverosímil que os parezca: imaginad un país en el que las decisiones políticas y sociales no dependan ni del PP ni del PSOE, al menos no en exclusiva. Ahora abrid los ojos.
Tenemos los medios y tenemos la oportunidad. Aprovechémoslos. Es la hora de sentar las bases de un país nuevo.
La moderación no está hecha para las crisis económicas. Los justos medios, el posibilismo, la navegación previsible siguiendo la ruta trazada por los poderes económicos que realmente deciden, no son compatibles con la desesperanza, el desempleo de millones de personas, la pobreza creciente y la destrucción de las redes públicas de atención social. Tampoco, por supuesto, con la corrupción. Así que no es de extrañar que corran malos tiempos para las medias tintas, para los políticos huidizos y para aquellos especializados en amagar y no dar.
Es por eso que el PSOE se hunde e Izquierda Unida crece. Pero también ese es el motivo por el que en el Partido Popular aumenta la estupefacciónante la cada vez más evidente incapacidad de Mariano Rajoy para hacer frente a una situación económica que le supera. El precedente de su antecesor en el cargo, José Luis Rodríguez Zapatero, devorado por los acontecimientos, se aparece como un fantasma a los dirigentes del PP, conscientes de que se acerca la mitad de la legislatura sin que haya señales de luz al final del túnel. Y los barones territoriales, especialmente los que tienen mando en plaza, están aún más nerviosos porque la parálisis de Rajoy, la política de esperar y ver si escampa, amenaza con dejarles a la intemperie cuando vuelvan a celebrarse elecciones autonómicas.
Ese es el caldo de cultivo desde el que hay que entender la estrategia de Esperanza Aguirre y de José María Aznar. Más allá de su voluntad (y de sus posibilidades reales) de organizar una revuelta contra Rajoy, ambos dirigentes son un síntoma de lo que se avecina. Un pulso entre la derecha pura y dura y la tibia política-del-sentido-común que representa el actual presidente del Gobierno. El neoliberalismo más ortodoxo pide paso para hacerse con el control del PP antes de que sea demasiado tarde y las elecciones de 2015 barran del mapa el bipartidismo. Se acaba el tiempo de los disfraces.
Hoy habrá quien diga que el 15M ha perdido la batalla. Que se ha desinflado. Que no le quedan fuerzas para seguir movilizándose. Que sus seguidores se han agotado para nada, porque la situación de España en estos momentos es mucho peor que hace dos años, cuando la gente tomó las calles y exigió un cambio.
Será, como poco, una conclusión apresurada. Primero, porque sólo se puede llegar a ella si se piensa que el potencial de transformación social de los indignados estaba en la ocupación del espacio público y no en un profundo cambio en la mentalidad de los ciudadanos. A algunos parece que les gustaría que el 15M siguiese acampado en Sol. Y que el movimiento hubiese desembocado en una utópica versión de la Christiania danesa muy del gusto de turistas bienintencionados. Si así fuese, para ellos sería todo mucho más fácil, acostumbrados como están a pensar que la democracia representativa es la única posible.
Pero están en un error. El éxito de 15M nunca ha dependido de su capacidad de ocupar calles y plazas sino de la consolidación del cambio que desde hace dos años se está produciendo en la forma de pensar del conjunto de la sociedad española. Sin el 15M no es posible explicar que el sistema político nacido de la transición esté boqueando, incapaz de resolver desde los problemas sociales a la asfixiante corrupción.
¿Quieren saber dónde está el éxito del 15M? Pueden verlo en las encuestas de intención de voto que este domingo han publicado El País y El Mundo. La muerte del bipartidismo es una victoria de los indignados. Su discurso ha sido asumido por el conjunto de los ciudadanos, cada vez menos dispuestos a volver a confiar en PP y PSOE. Se puede ver en el ascenso de la izquierda, representada por IU, en la aceptación creciente (y a mi modo de ver peligroso) del discurso neocentralista de UPyD y en el auge de formaciones alternativas como Equo.
Los partidos tradicionales despreciaron al 15M porque no se tradujo de forma automática al sistema electoral, no tuvo consecuencias directas en los resultados de las elecciones locales ni en las generales de 2011. Veremos si siguen pensando lo mismo cuando los pronósticos de las encuestas dejen de ser hipótesis sociológicas y se traduzcan en un inmenso voto de castigo contra el PP y el PSOE en las elecciones europeas del próximo año. Tal vez entonces, cuando se vean superados por los acontecimientos, terminen por entender qué significaba el grito de “No nos representan”.