Cinco motivos por los que nadie debería infravalorar la candidatura de Esperanza Aguirre

1. El PP lleva 28 años ganando elecciones en Madrid.

El mismo tiempo que se ha pasado la izquierda perdiéndolas. La última vez que el PP no fue el partido más votado corría el año 1987: había dos Alemanias, Ronald Reagan gobernaba Estados Unidos y Concha García Campoy presentaba los telediarios. Hay quien pensará que la hegemonía de la derecha en Madrid es un fenómeno coyuntural; yo creo que es una expresión ideológica de fondo, una tendencia singular que no cambia de la noche a la mañana. ¿Significa eso que no es posible un cambio político en la capital? En absoluto. Significa que es muy difícil. Porque para cambiar la tendencia es necesario que se produzca una desmovilización del voto de la derecha y al mismo tiempo una expectativa realista de triunfo de la izquierda (de toda la izquierda, desde la mas desvaída hasta la que nunca ha abandonado la bandera de la transformación social).

2. La actitud de los medios de comunicación, al menos los convencionales, que son los que llegan al grueso de los votantes.

Sólo quienes viven en el micromundo limitado de las redes sociales creen que ahí se ganas las elecciones. Es mentira, se ganan en televisión y en las grandes cabeceras de prensa. Y los grandes medios ha adoptado a Esperanza Aguirre como uno de sus iconos favoritos, porque les encantan los happenings, los modelos de escenificación. Y a ella también: está acostumbrada a marcar la agenda y a que todos bailen siguiendo la música que ella toca. Y los medios lo hacen; unos a propósito, por una apuesta política consciente; otros, por gregarismo, fieles creyentes de la religión del mainstream que les hace sentir huérfanos cuando no repiten lo que identifican como el relato común.

3. En la cartelería electoral no hay nadie mas reconocible.

Y ser reconocido cuenta mucho más de lo que parece. El más vale malo conocido que bueno por conocer es una de las reglas de oro de la política convencional. Los electores anteponen su propia experiencia a las expectativas y eso hace que lo nuevo no sea necesariamente un valor, sobre todo si lo antiguo (Aguirre) es diferente de lo actual (Rajoy). Y ahí la candidata del PP a la Alcaldía de Madrid gana por goleada.

4. Cuando el Gobierno se ahoga en el descrédito, el líder de la oposición sale a flote.

Para un candidato es crucial plantar en el inconsciente colectivo la idea de  ser el líder de la oposición, en este caso el político capaz de cambiar de rumbo un país (no hace falta que sea cierto; basta con que la gente se lo crea). Y ahí Aguirre lo está dando todo, en ocasiones de manera sutil, a veces abiertamente, pero siempre desmarcándose del Gobierno y de su mala imagen. Metiendo el dedo en el ojo a Rajoy, convertido en el villano sin carisma del que huyen los votantes de derechas. Con ella el voto del PP no se quedara en casa, votará masivamente, liberado de la mala conciencia que supondría votar por el PP de Mariano Rajoy, que tanto les ha decepcionado. Que Aguirre es otra cosa es un mensaje ganador, aunque no sea verdad, aunque esté lejos de representar algo diferente, aunque sea la responsable política de la corrupción que se ha apoderado del PP en la Comunidad de Madrid.

5. Es verdad que el populismo vende.

Más aun en tiempos de desesperanza, confusión y una sensación cada vez más extendida de que todos son iguales y nada merece la pena. Ahí Aguirre es la reina de todos los populismos. Forma parte de la misma raza que Rita Barberá en Valencia, o de Francisco Vázquez en sus buenos tiempos: políticos expertos en despertar simpatías entre propios y extraños, cautivadores, encantadores de serpientes, maestros en el arte de la seducción. En este terreno, tampoco sus rivales tienen la menor oportunidad, por más que algunos, como Carmona, se esfuercen en transitar la misma senda.

¿Significa todo esto que Esperanza Aguirre va a ganar las elecciones? No necesariamente. Pero sí que tiene todo a su favor para conseguirlo. En un contexto que muchos consideran contracorriente, ella se deja llevar por el río y se mantiene a flote, dispuesta a sobrevivir al derrumbamiento electoral del PP para heredar el trono de la derecha española.

Hay una manera de poner fin a todo esto

Cuando estalló la crisis nos vendieron un escenario inevitable: todo lo que está pasando, así como lo que hay que hacer para solucionarlo, se rige por leyes que escapan a nuestro control. El sistema ha colapsado y, nos han hecho creer, la única manera de arreglarlo es reducir el peso de lo público (no me gusta el término austeridad; oculta las verdaderas intenciones de los partidarios de la docrina del shock).

Los ciudadanos no somos inocentes; compramos ese discurso. Con resignación, pero lo compramos. Nos creímos culpables de lo que estaba pasando: que no se puede gastar lo que no se tiene, que vivimos por encima de nuestras posibilidades. Apretamos los dientes y aceptamos las explicaciones de nuestros gobernantes porque nos resultaba más fácil mirar para otro lado que enfrentar la realidad. Somos buenos haciendo eso: ya ocurrió cuando las cosas iban bien y nos negamos a ver nubarrones tan evidentes como la burbuja inmobiliaria. ¡Qué demonios!, a nadie le gusta ser un aguafiestas…

Es verdad que, desde que todo empezó, nos hemos movilizado con una intensidad nunca vista desde la transición. Salimos a la calle a protestar por el recorte de los sueldos públicos, por la banalización del despido, por la destrucción de la sanidad y de la educación (los dos pilares de la igualdad, el tejido estructural de la democracia). Pronto saldremos a defender las pensiones y lo haremos con energía aunque, seguramente, cansados ya de tanta manifestación aparentemente inútil, lo hagamos ya sin esperanza.

La protesta no ha dado pie a la violencia. Es un milagro para el que casi nadie tiene explicación. Y una ventaja, sin duda, porque a la vista de nuestra historia no parece un camino muy prometedor, especialmente si existen alternativas.

Si nada de eso funciona, ¿qué nos queda entonces?

Hay una manera de poner fin a todo esto. Una bomba atomica en poder de la gente, tal y como acertadamente la definió en el último programa de Salvados el exministro José María Maravall: el voto de los ciudadanos. Un arma definitiva para enfrentar a los políticos corruptos y a los banqueros incívicos. Una forma de ponerles fuera del sistema y hacerles ver que no son nadie sin la sociedad, que la refundación del sistema, la transformación de la democracia representativa en una democracia participativa, es tan inevitable como imprescindible.

Tenemos el arma, los votos, y se avecina además la ocasión perfecta. Dentro de un año los ciudadanos de España (y los del conjunto de la Unión Europea) podrán decir alto y claro si quieren seguir como hasta ahora, jugando con una baraja marcada, o si, por el contrario, es hora de cambiar las reglas del juego.

Hay que aprovechar esta oportunidad porque, como recordaba Ignacio Sánchez-Cuenca en un celebrado artículo publicado por infoLibre. «No deja de ser curioso que la gente dirija sus quejas a los partidos y a las instituciones españolas, cuando buena parte del problema reside más arriba, en las reglas de funcionamiento del euro y en las políticas que marcan los países del norte”. Dentro de un año toca precisamente votar en el ámbito donde está el origen de buena pare de la crisis que estamos sufriendo.

Esta vez, además, no valen excusas: la circunscripción única, en el caso de España, garantiza una representatividad política muy superior a la de unas elecciones legislativas, en las que el voto de las minorías se diluye en 52 provincias y favorece a los partidos mayoritarios. Esta vez también habrá Ley d’Hondt, es verdad, pero sus consecuencias sobre las minorías serán mucho más matizadas.

Tampoco debería funcionar la coartada del voto pendular al que durante treinta años se han acogida PP y PSOE, porque ambos partidos han demostrado ser parte del problema. Aplican las mismas soluciones, así que no cabe esperar que ninguno de ellos obtenga el beneficio de la duda. Es verdad que los conservadores interpretan sin prejuicios su papel de brazo armado del sistema y que a los socialistas a veces se les nota la mala conciencia. Pero al final, a la hora de la verdad, las consecuencias de sus acciones son tremendamente parecidas.

Por eso no extraña en absoluto que en la sociedad haya empezado a echar raíces un anhelo de transformación.  Como afirmaba José Juan Toharia hace pocos días en en el blog que Metroscopia tiene en El País, “una amplia mayoría (70%) anhela la aparición de nuevos partidos o formaciones políticas, perdida ya —al parecer— la esperanza de que los actuales logren regenerarse y funcionar de forma distinta a como lo están haciendo. Por otro lado, también siete de cada diez españoles (…) creen que lo mejor que los distintos movimientos ciudadanos (como 15-M, PAH, y las mareas ciudadanas) pueden ahora hacer es constituirse en formaciones políticas y disputar los votos a los actuales partidos”.

Los movimientos sociales, así como las formaciones políticas no contaminadas por el acartonamiento del sistema (entre las que destaca muy especialmente Izquierda Unida), tienen un año para fraguar alternativas capaces de poner patas arriba el sistema. Hace falta que alguien abra las ventanas del edificio común porque el aire es irrespirable. Es una tarea histórica.

El bipartidismo tiene que entender que no va a salir de esta sin cambiar el sistema político. Y si no lo entiende por si mismo, hay que hacérselo entender en las proximas elecciones europeas. Sólo si PP y PSOE reciben un mensaje definitivo por parte de los ciudadanos entenderán que el modelo político del que han vivido durante 30 años ya no sirve. Y que es imprescindible llevar a cabo una verdadera transición democrática basada en la transparencia, el control público, la división de poderes, la participación ciudadana, el fin de los privilegios, la separación iglesia-Estado…

Las encuestas (la de El País de este domingo, sin ir más lejos) demuestran que para un 52% de los ciudadanos las próximas elecciones europeas son «muy o bastante importantes».

Salir a la calle está bien y es importante seguir haciéndolo, mostrarle al Gobierno (y a las instituciones en general) que la sociedad no se resigna. Pero después hay que votar porque esa es la única manera definitiva de echarlos del sistema. Tan sólo haced un ejercicio de imaginación, da igual lo inverosímil que os parezca: imaginad un país en el que las decisiones políticas y sociales no dependan ni del PP ni del PSOE, al menos no en exclusiva. Ahora abrid los ojos.

Tenemos los medios y tenemos la oportunidad. Aprovechémoslos. Es la hora de sentar las bases de un país nuevo.

La honestidad de mirar al pasado

Quienes hoy opinan con alegría colonial sobre la Venezuela de la corrupción, de la delincuencia, de la debilidad de las instituciones democráticas, de la pobreza o de cómo el chavismo ha malgastado los recursos que genera el petróleo, deberían tener la honestidad de mirar un poco más atrás. A la época en la que Venezuela estaba gobernada por un sistema bipartidista rendido a la oligarquía, la misma que ahora celebra con champán la muerte del presidente. Un modelo que no supo (o no quiso) construir una sociedad moderna a partir de la democracia más antigua de América Latina.

Carlos Andrés Pérez, del lado supuestamente socialdemócrata, y Rafael Caldera, desde la orilla conservadora, son los mejores exponentes de las dos caras de un sistema que durante años ignoró las necesidades de la sociedad venezolana. Ninguno de ellos entendió lo que estaba pasando, a pesar de las señales evidentes que bajaban de los cerros.

Entender a Hugo Chávez (sus luces y sus sombras) y, sobre todo, comprender su respaldo popular, exige examinar ese pasado (algunos en España, por cierto, deberían darse cuenta de que aquí pasa algo de lo mismo: el desgaste irreversible de un modelo político que sólo puede conducir a la ruptura).

Lo demás es pura y simple demagogia.