No soy de los supersticiosos, se trate de creencias grandes o pequeñas, se apoyen en Rappel o en el papa Francisco. Me deja tan indiferente pasar por debajo de una escalera como la exposición a las cruces y a los responsos en las iglesias. Cuando entro en una, a menudo obligado por las circunstancias, miro de reojo a las personas a mi alrededor y me pregunto si también están disimulando. Por eso, porque no creo en los sortilegios ni en la magia, tampoco puedo creer que cuando te moriste fueses a un lugar mejor. Morirte no te condujo a ningún sitio, del mismo modo que a nosotros, a los que nos quedamos en medio de tu ausencia, nos dejó atascados en la memoria de tus afectos, de tus ganar de vivir y de tu energía. ¿A dónde va la energía cuando te mueres? Porque energía tenías mucha más de la que cabía en una vida, esa que Casiano se empeñó a reducir a la mitad privándonos de la oportunidad de averiguar si tenías límites. Una energía que te hacía fuerte en medio de la desesperación de quienes te rodeábamos y que siempre te hizo capaz de animarnos cuando más miedo teníamos. No creo en el más allá, es verdad, pero sí en la trascendencia de nuestros actos. Y los tuyos viven a través de la mirada de tus hijos y de la huella de tu talento. Nos habitas a través de la memoria. Por eso la mía, esta noche, cinco años después, te evocará con un brindis. Y en ese acto modesto volverás, por un segundo, a la vida.
Te echo de menos, hermano.