No soy de los supersticiosos

No soy de los supersticiosos, se trate de creencias grandes o pequeñas, se apoyen en Rappel o en el papa Francisco. Me deja tan indiferente pasar por debajo de una escalera como la exposición a las cruces y a los responsos en las iglesias. Cuando entro en una, a menudo obligado por las circunstancias, miro de reojo a las personas a mi alrededor y me pregunto si también están disimulando. Por eso, porque no creo en los sortilegios ni en la magia, tampoco puedo creer que cuando te moriste fueses a un lugar mejor. Morirte no te condujo a ningún sitio, del mismo modo que a nosotros, a los que nos quedamos en medio de tu ausencia, nos dejó atascados en la memoria de tus afectos, de tus ganar de vivir y de tu energía. ¿A dónde va la energía cuando te mueres? Porque energía tenías mucha más de la que cabía en una vida, esa que Casiano se empeñó a reducir a la mitad privándonos de la oportunidad de averiguar si tenías límites. Una energía que te hacía fuerte en medio de la desesperación de quienes te rodeábamos y que siempre te hizo capaz de animarnos cuando más miedo teníamos. No creo en el más allá, es verdad, pero sí en la trascendencia de nuestros actos. Y los tuyos viven a través de la mirada de tus hijos y de la huella de tu talento. Nos habitas a través de la memoria. Por eso la mía, esta noche, cinco años después, te evocará con un brindis. Y en ese acto modesto volverás, por un segundo, a la vida.

Te echo de menos, hermano.

Lo diré ya

Lo diré ya para que los ofendiditos puedan sacar conclusiones y pasar a otra cosa: David Suárez es mi sobrino. Y la Fiscalía no sólo quiere meterle en la cárcel por hacer un chiste sino que pretende crear una nueva pena: la inhabilitación para el ejercicio de una profesión en redes sociales. Ahí es nada.

A la fiscalía la mandaba yo a picar piedra en vez de perder el tiempo con estupideces en un país en el que los políticos todavía roban, los muy machos aún matan y los que nos trajeron hasta aquí han muerto a millares en las residencias, pero casi mejor me callo porque el Ministerio Público no tiene sentido del humor y a lo mejor decide inhabilitarme también a mí para que tampoco pueda decir lo que me dé la gana en redes sociales.

[Si algún despistado todavía no sabe de qué estoy hablando puede hacer una pausa para informarse aquí]

La cuestión no es ni ha sido nunca si David Suárez hace gracia. A mi sí. No siempre, pero en general sí. Y sobre todo me hace interrogarme sobre mí mismo. Claro que para eso no puedo limitarme a partirme la caja con las chorradas (lo cual, por otra parte, es perfectamente lícito) y debo detenerme a pensar sobre las que no lo son y que, para viajar de una mente a otra, se asocian al humor como la luz a la superficie del agua cuando quiere hacerte flipar. Cualquiera que hay visto un espectáculo suyo o haya seguido algunas de sus creaciones como guionista y actor en los últimos años sabe de lo que hablo. La especialidad de David es echar mano de la provocación para destruir los límites de lo convencional —que son los tuyos, los de tu mente— y de paso hacer que te estalle la cabeza. ¿Porque quiere hacerte daño? Ni de lejos.

Lo que David busca es reiniciar tu cerebro, ese que recibes de serie cuando naces y enseguida se apoltrona en el pensamiento único, poniéndote en lugares incómodos en los que nunca creíste que ibas a estar. Si no te gusta o no puedes entenderlo no pasa nada, ocupa tu tiempo en otra cosa. Pero cuando aceptas seguirle, leerle o verle en un vídeo ya sabes que te va a tirar a la piscina para que aprendas a nadar en agua helada. La casa en llamas que tanto le gusta es su modo de decirte: espabila, hay unos tipos pensando por ti, decidiendo por ti. Más vale que mires a tu alrededor, busques un extintor o salgas corriendo.

¿Entonces no hay reglas, dirán los más asustadizos? En el humor no, desde luego, porque es una forma de arte. Quienes hoy se ofenden con los chistes de David Suárez son los mismos que lo hacían en 1927 con el urinario atribuido a Marcel Duchamp —qué gran paradoja, por cierto, que la obra germinal del dadaísmo ni siquiera sea suya—. Aquella taza para mear era un soporte narrativo tanto como lo son los chistes de David. Los dos son ficción —buena o mala, eso es lo de menos— y están ahí para sacudirte. Si no te dicen nada no tienes que destruirlos ni pasar por las armas a sus autores, basta con hacer scroll. Y a otra cosa.

Llevar el humor al Código Penal es tan absurdo como quemar en la hoguera el Lazarillo de Tormes porque es poco respetuoso con los ciegos (los guardianes de la moral del pensamiento y de la palabra dirían personas invidentes, pero yo ya no tengo edad para según qué tonterías). Callar ante tamaña indecencia no es una opción. Todos los cómicos son conscientes de ello, aunque algunos guarden silencio porque hay que pagar la hipoteca y ya se sabe. Mejor ponerse de perfil.

No te tiene que gustar lo que hace David Suárez. Él tampoco tiene que caerte bien. Pero, lo creas o no, su empeño en defender los límites de la libertad, el derecho a adentrarse en territorios peligrosos y cada vez menos transitados, sí te afecta. Y su derrota, si finalmente se produce, también.

Martin Baron, las noticias falsas y el germen del fascismo

De las muchas cosas que Martin Baron (Florida, 1954), el editor de The Washington Post, ha dejado dichas durante su estancia en España, la más inquietante es que la verdad haya empezado a ser una cosa secundaria.

Aunque Baron es un gran periodista y tiene una situación de privilegio desde la que observar la realidad, no tuvo inconveniente en reconocer que no tiene todas las respuestas. Y entre los problemas que admitió no saber cómo abordar, más allá de seguir practicando lo que el buen periodismo hace desde su nacimiento (contar la verdad y hacer que suponga una diferencia), destaca cómo combatir las noticias falsas que cada vez con más facilidad se acomodan en la opinión pública y que, en opinión de muchos analistas, han tenido mucho que ver con la victoria electoral de Donald Trump en Estados Unidos.
Los periodistas que se ocupan en el Post del fact checking (el contraste de las afirmaciones de los protagonistas de lo público) nunca han tenido tanto trabajo, bromeó Baron. Lo malo es que la amenaza de la mentira convertida en realidad no se va a resolver exponiendo qué es verdad y qué no lo es porque, en realidad, el problema no es la circulación de noticia falsas sino el creciente número de personas que no están dispuestas a aceptar la verdad por muchas evidencias que se les presenten. Y contra eso el periodismo no tiene nada que hacer.

Esta actitud de una parte de la sociedad, (la decisión de dar prioridad a lo que creen en vez de a lo que saben) está en el origen de todos los integrismos, los dogmas y las ideologías totalitarias que conducen a la humanidad a la catástrofe. Es el germen del fascismo y lo peor que podemos hacer es normalizarla y dejarla crecer porque corremos el riesgo de que se haga mayoritaria.

La democracia está en riesgo. Y es también tarea del periodismo dar la voz de alarma.

La delgada piel del periodismo

Una vieja ley de este oficio establece que los que lo practicamos no somos noticia. Habrá quien diga que eso nos hace vulnerables; a mí me parece que nos convierte en dignos intermediarios, nos recuerda que sólo tenemos sentido en tanto que facilitamos que otros puedan ejercer su derecho a estar informados. Sé que esta opinión no me hará más popular entre mis colegas; no importa. Estoy seguro de que este jueves en todas las redacciones de España se reprodujo el mismo debate, también en infoLibre. Y por supuesto lo perdí.

Hay algo de fascismo preventivo en tener que dar explicaciones antes de hablar, como si la calidad de tus argumentos dependiera de tu cuna, tu raza o tu religión. Así que no lo haré.

Quien haya visto y oído la intervención de Pablo Iglesias en el acto de presentación en la Complutense del libro En defensa del populismo, del profesor Carlos Fernández Liria, ya sabe que todo ocurrió cuando el líder de Podemos estaba explicando los dos elementos que, en su opinión, más destacan del ensayo y mejor revelan la verdadera naturaleza de su partido. Como parte de su razonamiento para explicar uno de los factores que según Fernández Liria explican el éxito de Podemos (el atractivo irracional que despierta), quiso poner como ejemplo a los periodistas y para ello aludió directamente a uno al que acusó de construir informaciones críticas con su partido no porque fuesen ciertas sino porque tenían más posibilidades de llegar a la portada de su periódico. La idea no era mala: es verdad que su formación ejerce cierta fascinación entre los profesionales que cubren habitualmente sus actividades, incluso entre aquellos que están en las antípodas de su ideología, aunque yo creo que se equivocó al personalizar en un periodista concreto (sobre eso parece haber pocas dudas: el propio Iglesias lo ha reconocido en redes sociales). Pero en última instancia el ejemplo era relevante y, a mi modo de ver, fue pronunciado con sentido del humor.

De ahí que me parezca tan desproporcionada la reacción tanto de una parte de mis compañeros como de la mayoría de sus jefes, que en seguida convirtieron lo ocurrido en una de las noticias del día en un país en el que, casi al mismo tiempo, un juez enviaba a Rita Barberá al Tribunal Supremo, la policía certificaba la muerte de Prince y la empresa editora de El Mundo decidía dejar en la calle a 224 trabajadores, entre ellos 91 compañeros del periodista aludido por el líder de Podemos.

La mayoría de los medios situaron las palabras de Iglesias entre las tres noticias más destacadas de sus webs. Y de sus periódicos de papel. Se han escrito editoriales. Insisto: el mismo día en el que 91 trabajadores de El Mundo se iban a la calle; víctimas de la crisis sí, pero también de la mala gestión de la empresa editora.

Al hilo de lo ocurrido, muchos colegas nos hemos enzarzado, en privado o en las redes sociales, en un debate sobre nuestras miserias: trabajamos para contar la verdad o buscamos las noticias que nos piden nuestros jefes. Que cada cual se haga esta pregunta y responda en la intimidad de su conciencia. Si la respuesta es la segunda, decidamos entonces si queremos ser cómplices o mártires.

Como ya dejé dicho en otro lugar, lo que no somos es inocentes. Podemos elegir: aunque la alternativa a la complicidad sea el martirio. Y aunque entiendo a quienes eligen ser cómplices, lo que no acepto es que además quieran mostrarse como héroes. Eso sí, de piel muy fina.

Después de todo, tal vez no sea mala idea volver a votar

Visto lo visto, con todo lo que hemos aprendido estos cuatro meses acerca de las intenciones de unos y de otros, de sus prioridades y de sus tacticismos, quizá lo mejor que nos puede pasar es que volvamos a las urnas.

Votar para premiar a alguien, si encontramos a quién; pero sobre todo para castigarlos a todos. Conscientes de que, de la medida del castigo, saldrá un retrato más justo de la política española. De la forma en que modulemos la sanción depende la identidad de vencedores y vencidos porque, habiéndolo dado todo en las elecciones del 20D, el futuro en escaños de cada partido depende casi exclusivamente de su capacidad de seguir movilizando a sus votantes en un escenario cargado de reproches y muy mediatizado por los grandes grupos de comunicación.

El PP cree que tocó fondo la última vez que votamos y se frota las manos anticipando una desmovilización general de los partidarios de la oposición, a los que cree presa fácil del desánimo. Confían los de Mariano Rajoy en que las últimas revelaciones que certifican sus estrechos vínculos con la corrupción no van a merecer mayor reproche ciudadano que el que ya sufrieron en diciembre y suponen, miel sobre hojuelas, que si sus adversarios optan por la abstención les saldrán las cuentas para formar gobierno con la ayuda de Ciudadanos.

Pedro Sánchez tendrá, a su vez, que convencer a sus votantes de que siguió la estrategia correcta al elegir a Albert Rivera como pareja de baile (veremos si la demonización de los de los de Pablo Iglesias es suficiente para conseguirlo). Lo más difícil, en cambio, pasa por evitar que la alianza que firmó con el representante de la nueva derecha se convierta en un obstáculo para atraer de nuevo a los socialdemócratas que dejaron de creer en el PSOE y que el 20D votaron a Podemos como la mejor alternativa para fraguar un cambio real en España.

Al otro lado del espejo, Podemos está a expensas de las mismas variables: movilizar a los propios y atraer a los que están en la frontera, en este caso a los votantes socialistas que eventualmente no hayan entendido el matrimonio de conveniencia de Sánchez con el líder de Ciudadanos. La estrategia de Pablo Iglesias sigue siendo hoy la misma que cuando fundó su partido, sustituir al PSOE como fuerza hegemónica de la izquierda, y para hacer eso realidad le siguen faltando votos.

En Ciudadanos, por último, caben todas las hipótesis. De la volatilidad de sus apoyos da idea la caída que sufrió su expectativa de voto en el tramo final de la campaña del 20D cuando Rivera cometió el error de revelar sus intenciones en la formación del Gobierno. Volver a votar será verdaderamente útil para conocer si la gente les premia por su supuesta versatilidad a la hora de llegar a acuerdos o les castiga por ofrecerse a hacer presidente al candidato del PSOE.

Si se repiten las elecciones, el verdadero premio pasa por no recibir un castigo. Ahí nos toca decidir a todos. La ley electoral hará el resto.

Cinco motivos por los que nadie debería infravalorar la candidatura de Esperanza Aguirre

1. El PP lleva 28 años ganando elecciones en Madrid.

El mismo tiempo que se ha pasado la izquierda perdiéndolas. La última vez que el PP no fue el partido más votado corría el año 1987: había dos Alemanias, Ronald Reagan gobernaba Estados Unidos y Concha García Campoy presentaba los telediarios. Hay quien pensará que la hegemonía de la derecha en Madrid es un fenómeno coyuntural; yo creo que es una expresión ideológica de fondo, una tendencia singular que no cambia de la noche a la mañana. ¿Significa eso que no es posible un cambio político en la capital? En absoluto. Significa que es muy difícil. Porque para cambiar la tendencia es necesario que se produzca una desmovilización del voto de la derecha y al mismo tiempo una expectativa realista de triunfo de la izquierda (de toda la izquierda, desde la mas desvaída hasta la que nunca ha abandonado la bandera de la transformación social).

2. La actitud de los medios de comunicación, al menos los convencionales, que son los que llegan al grueso de los votantes.

Sólo quienes viven en el micromundo limitado de las redes sociales creen que ahí se ganas las elecciones. Es mentira, se ganan en televisión y en las grandes cabeceras de prensa. Y los grandes medios ha adoptado a Esperanza Aguirre como uno de sus iconos favoritos, porque les encantan los happenings, los modelos de escenificación. Y a ella también: está acostumbrada a marcar la agenda y a que todos bailen siguiendo la música que ella toca. Y los medios lo hacen; unos a propósito, por una apuesta política consciente; otros, por gregarismo, fieles creyentes de la religión del mainstream que les hace sentir huérfanos cuando no repiten lo que identifican como el relato común.

3. En la cartelería electoral no hay nadie mas reconocible.

Y ser reconocido cuenta mucho más de lo que parece. El más vale malo conocido que bueno por conocer es una de las reglas de oro de la política convencional. Los electores anteponen su propia experiencia a las expectativas y eso hace que lo nuevo no sea necesariamente un valor, sobre todo si lo antiguo (Aguirre) es diferente de lo actual (Rajoy). Y ahí la candidata del PP a la Alcaldía de Madrid gana por goleada.

4. Cuando el Gobierno se ahoga en el descrédito, el líder de la oposición sale a flote.

Para un candidato es crucial plantar en el inconsciente colectivo la idea de  ser el líder de la oposición, en este caso el político capaz de cambiar de rumbo un país (no hace falta que sea cierto; basta con que la gente se lo crea). Y ahí Aguirre lo está dando todo, en ocasiones de manera sutil, a veces abiertamente, pero siempre desmarcándose del Gobierno y de su mala imagen. Metiendo el dedo en el ojo a Rajoy, convertido en el villano sin carisma del que huyen los votantes de derechas. Con ella el voto del PP no se quedara en casa, votará masivamente, liberado de la mala conciencia que supondría votar por el PP de Mariano Rajoy, que tanto les ha decepcionado. Que Aguirre es otra cosa es un mensaje ganador, aunque no sea verdad, aunque esté lejos de representar algo diferente, aunque sea la responsable política de la corrupción que se ha apoderado del PP en la Comunidad de Madrid.

5. Es verdad que el populismo vende.

Más aun en tiempos de desesperanza, confusión y una sensación cada vez más extendida de que todos son iguales y nada merece la pena. Ahí Aguirre es la reina de todos los populismos. Forma parte de la misma raza que Rita Barberá en Valencia, o de Francisco Vázquez en sus buenos tiempos: políticos expertos en despertar simpatías entre propios y extraños, cautivadores, encantadores de serpientes, maestros en el arte de la seducción. En este terreno, tampoco sus rivales tienen la menor oportunidad, por más que algunos, como Carmona, se esfuercen en transitar la misma senda.

¿Significa todo esto que Esperanza Aguirre va a ganar las elecciones? No necesariamente. Pero sí que tiene todo a su favor para conseguirlo. En un contexto que muchos consideran contracorriente, ella se deja llevar por el río y se mantiene a flote, dispuesta a sobrevivir al derrumbamiento electoral del PP para heredar el trono de la derecha española.

El periodismo es demasiado importante como para dejarlo en manos de los periódicos

Camus

Un tsunami devastador está arrasando el periodismo, al menos el periodismo que conocíamos. Es una ola de proporciones gigantescas, que nadie vio venir y que, es verdad, tiene que ver con la crisis económica y con la popularización de Internet, con unos medios que construyeron su economía de espaldas a las audiencias y encima empezaron a regalar nuestro trabajo.

Para nosotros lo más fácil es echarle la culpa a la crisis y a Internet mientras nos lamemos las heridas y nos convencemos de que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Pero la crisis e Internet no son, ni mucho menos, los únicos culpables de lo que ha pasado. Si nos molestamos en echar un vistazo un poco más allá veremos más cosas. Como asalariados, nos gusta pensar que la culpa es de las empresas, incapaces de gestionar la crisis, dispuestas a entregarse en manos de los bancos y a abrazar los intereses creados de la economía y la política, suicidas en su forma de enfocar la globalización informativa de la Red.

Nos gusta ser inocentes. Pero no lo somos. Nos gustó vivir creyéndonos a salvo. Viéndonos semejantes a quienes no éramos, convencidos de que el espejo con el que construíamos nuestros relatos también devolvía nuestra imagen. Olvidamos que el periodismo es demasiado importante como para dejarlo en manos de los periódicos. Que la información es demasiado importante como para que la gestionen los propietarios de las emisoras de televisión y los dueños de las radios. Olvidamos que el periodismo, más allá del oficio y de la técnica, más allá del ejercicio literario, es un compromiso, una alianza con los ciudadanos, un elemento central de la democracia real. Un cimiento indispensable para la construcción de sociedades libres.

Perdimos el hilo, pasamos de ser el blindaje frente a la demagogia a aliados del stablishment, prisioneros de la agenda de los poderosos. Cerramos los ojos a la perversión de nuestro trabajo. Nos convertimos en empleados y asumimos que la responsabilidad era de otros cuando en realidad era nuestra.

Asumámoslo: somos culpables de lo que nos pasa. Sólo si lo hacemos, si nos armamos de humildad, si redescubrimos nuestros orígenes, si recordamos la razón de existir del periodismo, si buscamos la luz de quienes nos precedieron en la pelea por construir sociedades justas e ilustradas, sólo entones tendremos una oportunidad.

Es hora de rebelarse contra quienes se empeñan en marcarnos la agenda. Es hora de dejar de ser gregarios y repetir todos a coro los mismos titulares. Es hora de retejer complicidades con los ciudadanos, los únicos a los que debemos fidelidad y servicio. Es hora de devolver el periodismo al corazón de la democracia, de recordar que sólo así construirermos sociedades libres.

Que no os engañen diciendo que el periodismo ha muerto. Lo que está muriendo es una forma de hacerlo y es hora, por cierto, de que lo haga. De que lo enterremos con dignidad pero sin una lágrima. De una vez. Es hora de que muera la vergüeza del periodismo al servicio de los poderosos. Es hora de que plantemos cara al periodismo de clic, ese que sacrifica los contenidos relevantes en el altar de la banalización, que relega lo trascendente para dar todo el espacio a lo popular. La que prioriza lo superficial sobre lo que resiste el paso del tiempo, la última hora sobre el contexto, el escándalo sobre la explicación, el pensamiento prefabricado sobre las zonas grisis de la realidad.

Si creemos que lo que está en juego es nuestra superviviencia laboral nos estaremos equivocando. Lo que está amenazado es mucho más importante que eso, es la posibilidad de construir sociedades mas libres y más justas en las que ciudadanos formados puedan elegir, puedan tomar decisiones debidamente informados.

Tenemos que reiventarnos. Hallar la forma de mantenernos fieles a lo que fuimos, dignos de la memoria del periodismo que nos hizo periodistas. Y eso no depende de la tecnología, depende de nuestra capacidad de no perder de vista el sentido de nuestra tarea, la naturaleza de nuestra misión. Nos matan en Somalia y en Irak. Nos hacen prisioneros en Egipto, en China o en Rusia. Pero de algún modo también nos encarcelan en España cuando nos persiguen por grabar la violencia policial, cuando nos fuerzan a callar la identidad de los bancos que echan a la gente a la calle, cuando nos emplazan a elegir entre el salario y la verdad. Y si no dudamos frente a la violencia, más aún debemos defendernos ante la iniquidad de quienes mercantilizan nuestra labor, quienes nos prefieren dóciles, frívolos y dicharacheros porque han olvidado que nuestro deber no tiene nada que ver con las cuentas de resultados ni con la perpetuación del orden establecido.

Rebelémonos. Miremos a nuestro alrededor. Abandonemos las historias trilladas, el periodismo acomodaticio, las tertulias dominadas por el ruido, los relatos hechos a medida. Colguemos el teléfono a las fuentes interesadas y llamemos a los que no tiene voz. Tenemos que reencontrar aquello que merece ser contado, los hechos que nos transforman, los asuntos qur marcan la diferencia, que nos hacen mejores ciudadanos y mejores personas. Volvamos a creer en nosotros mismos porque la batalla no ha hecho más que empezar. Tenemos que sentirnos orgullosos de lo que quisimos ser, de lo que fuimos en algún momento de nuestro ejercicio profesional. Por nosotros, pero sobre todo por los que no tiene otra oportunidad, por los que de otro modo estan condenados a permanecer invisibles.

Decía Albert Camus que “la libertad no es nada más que una oportunidad para ser mejor”. Son sólo doce palabras, pero encierran la razón de ser del periodismo, Hagámoslas realidad.

Feliz día mundial de la libertad de prensa.

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Lee aquí la versión original de este manifiesto en la web del Colexio Profesional de Xornalistas de Galicia

Brazadas en el aire

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Cuando el debate sea sólo un eco y se disipen tanto la satisfacción de los que se sintieron ganadores como la turbación de los que se palpaban los bolsillos, quedará la realidad que habita fuera de los muros del Congreso: la perspectiva de cuatro convocatorias electorales en el espacio de nueve meses.

Dentro, a salvo de una sociedad cansada, enfadada y decepcionada, y protegidos de los partidos emergentes, PP y PSOE volvieron a sentirse fuertes. Por unas horas, de nuevo se creyeron protagonistas del toma y daca al que han estado jugando durante décadas, felices de volver a ser a ellos mismos, como si fuera posible ignorar la sequía dando simplemente brazadas en el aire.

Fuera, en la calle, la cosa no va de discursos enfáticos. Ni de subasta de promesas. En el mundo real la política va de familias desahuciadas, desempleo de larga duración, sueldos miserables y pensiones impropias del respeto que merecen nuestros mayores. Con esos mimbres, a nadie puede extrañar que este año el resultado de las elecciones vaya a depender, más que nunca, de la credibilidad y no de los programas electorales.

¿Mariano Rajoy, Pedro Sánchez o Alberto Garzón han salido del Congreso convertidos en líderes creíbles, no importa lo que hayan dicho? No lo parece, tal es el peso insoportable del posibilismo practicado por ellos mismos o por sus antecesores.

La gente no va a votar promesas, que al final se parecen mortalmente unas a otras, sino a quienes sean más creíbles a la hora de defenderlas. Y en esa carrera, PP y PSOE cargan mochilas muy pesadas a sus espaldas, por más que desde la tribuna de oradores, como entre bambalinas, todo parezca posible.

Un gigante atrincherado en su reino de palabras

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Lo primero que se me viene a la cabeza es la redacción llena de humo de Preguntoiro 29. Y a él, entre la bruma, sentado frente a una Olivetti, con el cigarro siempre encendido, escribiendo en un rollo de papel de teletipo tan largo como sus intenciones que se extendía por la mesa de metal y llegaba hasta el suelo. Ya era un periodista excepcional, con un talento único para la narración y un olfato increíble para las noticias. Y una leyenda en la noche compostelana, entonces libre de turistas y rebosante de periodistas imberbes, alcohol de garrafón y tabaco negro.

Era un tipo grande, en todos los sentidos, pero yo siempre le recordaré, como un gigante atrincherado en su reino de palabras, en aquella redacción en la que le conocí y a la que todavía llegaba desde la primera planta el olor a tinta de la rotativa, por su incondicional disposición a escuchar, fueses el emperador de Japón o un chaval de 23 años que necesitaba ayuda para averiguar qué quería ser. Descansa en paz, José Luis Alvite.

 

Al trasluz

Siguen sin entender nada. El Portal de la Transparencia, que apenas deja ver al trasluz, como con desgana, es un buen ejemplo. Se sienten a salvo, convencidos de estar por encima del populacho y no comprenden que la política es servidumbre, igual que el periodismo. Una tarea cargada de deberes y sin apenas derechos.

Por eso siguen ocultando sus privilegios y sus apaños en una maraña de datos diseñada para ser inextricable, ocultos los unos sobre los otros, a menudo disimulados, las más de las veces escondidos en formatos incompatibles con el deber de informar. Todo para mostrarse a sí mismos lo que no son, verdaderos servidores públicos, en la vana esperanza de convencer a los ciudadanos, antes de las elecciones, de que han aprendido la lección.

Y en esa falta de compromiso con la verdad, esa dificultad casi genética del stablishment español a la hora de interiorizar la verdadera naturaleza del servicio público,está su verdadero talón de Aquiles.

No entienden nada. Y por eso se merecen el tsunami que se avecina.