
Un tsunami devastador está arrasando el periodismo, al menos el periodismo que conocíamos. Es una ola de proporciones gigantescas, que nadie vio venir y que, es verdad, tiene que ver con la crisis económica y con la popularización de Internet, con unos medios que construyeron su economía de espaldas a las audiencias y encima empezaron a regalar nuestro trabajo.
Para nosotros lo más fácil es echarle la culpa a la crisis y a Internet mientras nos lamemos las heridas y nos convencemos de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
Pero la crisis e Internet no son, ni mucho menos, los únicos culpables de lo que ha pasado. Si nos molestamos en echar un vistazo un poco más allá veremos más cosas. Como asalariados, nos gusta pensar que la culpa es de las empresas, incapaces de gestionar la crisis, dispuestas a entregarse en manos de los bancos y a abrazar los intereses creados de la economía y la política, suicidas en su forma de enfocar la globalización informativa de la Red.
Nos gusta ser inocentes. Pero no lo somos. Nos gustó vivir creyéndonos a salvo. Viéndonos semejantes a quienes no éramos, convencidos de que el espejo con el que construíamos nuestros relatos también devolvía nuestra imagen. Olvidamos que el periodismo es demasiado importante como para dejarlo en manos de los periódicos. Que la información es demasiado importante como para que la gestionen los propietarios de las emisoras de televisión y los dueños de las radios. Olvidamos que el periodismo, más allá del oficio y de la técnica, más allá del ejercicio literario, es un compromiso, una alianza con los ciudadanos, un elemento central de la democracia real. Un cimiento indispensable para la construcción de sociedades libres.
Perdimos el hilo, pasamos de ser el blindaje frente a la demagogia a aliados del stablishment, prisioneros de la agenda de los poderosos. Cerramos los ojos a la perversión de nuestro trabajo. Nos convertimos en empleados y asumimos que la responsabilidad era de otros cuando en realidad era nuestra.
Asumámoslo: somos culpables de lo que nos pasa. Sólo si lo hacemos, si nos armamos de humildad, si redescubrimos nuestros orígenes, si recordamos la razón de existir del periodismo, si buscamos la luz de quienes nos precedieron en la pelea por construir sociedades justas e ilustradas, sólo entones tendremos una oportunidad.
Es hora de rebelarse contra quienes se empeñan en marcarnos la agenda. Es hora de dejar de ser gregarios y repetir todos a coro los mismos titulares. Es hora de retejer complicidades con los ciudadanos, los únicos a los que debemos fidelidad y servicio. Es hora de devolver el periodismo al corazón de la democracia, de recordar que sólo así construirermos sociedades libres.
Que no os engañen diciendo que el periodismo ha muerto. Lo que está muriendo es una forma de hacerlo y es hora, por cierto, de que lo haga. De que lo enterremos con dignidad pero sin una lágrima. De una vez. Es hora de que muera la vergüeza del periodismo al servicio de los poderosos. Es hora de que plantemos cara al periodismo de clic, ese que sacrifica los contenidos relevantes en el altar de la banalización, que relega lo trascendente para dar todo el espacio a lo popular. La que prioriza lo superficial sobre lo que resiste el paso del tiempo, la última hora sobre el contexto, el escándalo sobre la explicación, el pensamiento prefabricado sobre las zonas grisis de la realidad.
Si creemos que lo que está en juego es nuestra superviviencia laboral nos estaremos equivocando. Lo que está amenazado es mucho más importante que eso, es la posibilidad de construir sociedades mas libres y más justas en las que ciudadanos formados puedan elegir, puedan tomar decisiones debidamente informados.
Tenemos que reiventarnos. Hallar la forma de mantenernos fieles a lo que fuimos, dignos de la memoria del periodismo que nos hizo periodistas. Y eso no depende de la tecnología, depende de nuestra capacidad de no perder de vista el sentido de nuestra tarea, la naturaleza de nuestra misión. Nos matan en Somalia y en Irak. Nos hacen prisioneros en Egipto, en China o en Rusia. Pero de algún modo también nos encarcelan en España cuando nos persiguen por grabar la violencia policial, cuando nos fuerzan a callar la identidad de los bancos que echan a la gente a la calle, cuando nos emplazan a elegir entre el salario y la verdad. Y si no dudamos frente a la violencia, más aún debemos defendernos ante la iniquidad de quienes mercantilizan nuestra labor, quienes nos prefieren dóciles, frívolos y dicharacheros porque han olvidado que nuestro deber no tiene nada que ver con las cuentas de resultados ni con la perpetuación del orden establecido.
Rebelémonos. Miremos a nuestro alrededor. Abandonemos las historias trilladas, el periodismo acomodaticio, las tertulias dominadas por el ruido, los relatos hechos a medida. Colguemos el teléfono a las fuentes interesadas y llamemos a los que no tiene voz. Tenemos que reencontrar aquello que merece ser contado, los hechos que nos transforman, los asuntos qur marcan la diferencia, que nos hacen mejores ciudadanos y mejores personas. Volvamos a creer en nosotros mismos porque la batalla no ha hecho más que empezar. Tenemos que sentirnos orgullosos de lo que quisimos ser, de lo que fuimos en algún momento de nuestro ejercicio profesional. Por nosotros, pero sobre todo por los que no tiene otra oportunidad, por los que de otro modo estan condenados a permanecer invisibles.
Decía Albert Camus que “la libertad no es nada más que una oportunidad para ser mejor”. Son sólo doce palabras, pero encierran la razón de ser del periodismo, Hagámoslas realidad.
Feliz día mundial de la libertad de prensa.
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Lee aquí la versión original de este manifiesto en la web del Colexio Profesional de Xornalistas de Galicia